La Unión Económica y Monetaria (UEM) fue un error histórico, no para Alemania –que originalmente estaba en contra pero se convirtió en su principal beneficiario— sino para los países mediterráneos, Francia incluida, que por distintas razones estaban impacientes por “europeizar” la moneda alemana. Esos países sufren, pero no por su elevada deuda, como sostiene Alemania, sino porque las distintas culturas económicas nacionales requieren distintos regímenes monetarios para permitir que sean internacionalmente competitivas sus distintas estructuras sociales e institucionales. Ya en 1992, Ralf Dahrendorf, el entonces director de la London School of Economics, señaló que algunos países, como Francia, han impulsado el crecimiento económico históricamente con deuda pública, mientras que otros, como Italia, dependían de la alta inflación para alimentar la demanda doméstica. Un país altamente dependiente de las exportaciones como Alemania requiere estabilidad monetaria. Impuesto en Europa en su conjunto, como sucedió durante los neoliberales años noventa, el régimen monetario a la alemana asegura mercados cautivos para las exportaciones alemanas e imposibilita las ocasionales devaluaciones a otros países para defender su competitividad internacional.

Bajo la UEM, los países que no se adaptaron a un régimen de moneda fuerte están condenados a convertirse en provincias periféricas del Norte, en particular de Alemania, predestinada a ser el polo de crecimiento de la economía europea. Las reformas estructurales que se necesitarían para cerrar la brecha son tan severas que obligarían a los países que las acometen a enfrentarse a una fuerte resistencia popular. Por eso son improbables en una democracia. Esta es la razón por la que John Maynard Keynes concluyó en los años de entreguerras que el patrón de oro era incompatible con la democracia nacional, porque impedía a los Gobiernos hacer lo que exigían sus ciudadanos: protegerlos de los choques que surgían de los mercados internacionales. La UEM que salió de Maastricht con una moneda común para un grupo de economías heterogéneas gobernadas por democracias soberanas –una unión monetaria sin una unión política— está abocada a causar un conflicto internacional sobre la política fiscal, los desequilibrios comerciales, la supervisión supranacional de los presupuestos nacionales y las exigencias de disciplina económica, por un lado, y de redistribución económica, por el otro.

¿Pueden los países perjudicados por el euro salir de él? El eslogan de Merkel, “si el euro fracasa, Europa fracasa”, ha convertido la adhesión a la moneda común en un deber moral proeuropeo más que en una opción político-económica. Esto fue intencionado, incluyendo el tono ligeramente amenazante utilizado. Sin lugar a dudas, la salida del euro supondría un coste impredecible, pero también probablemente exagerado por los ganadores de la UEM. Para equilibrar esos costes, además, están los costes de seguir en el euro, que son estructurales y se acumulan a largo plazo. Además, Alemania y Francia, los amos de la UE, podrían intentar sobreestimar los costes de una salida, como hicieron y siguen haciendo con el Brexit. ¿Habría un apretón de manos dorado, como el ofrecido por Schäuble a Varoufakis? Teóricamente, existen alternativas a la unión monetaria de talla única: discutirlas parece oportuno, también en el contexto de la imprescindible búsqueda de un régimen monetario posneoliberal a nivel global. Los desafíos incluyen el papel del dólar, cómo integrar la moneda china en el sistema financiero internacional y la política de “flexibilización cuantitativa” y tipos de interés negativos de los principales bancos centrales. En cuanto al euro, parece posible que países como Grecia e Italia, pero quizás también España, introduzcan una segunda moneda nacional junto con la moneda única, fluctuando alrededor de ella; en Italia se han puesto en marcha los preparativos para eso. También existe la posibilidad de crear una segunda moneda internacional.

Ya existe un acuerdo que permite una mayor flexibilidad monetaria. Antes de que los tipos de cambio fueran bloqueados para ser reemplazados por el euro, las monedas nacionales estaban vinculadas en un mecanismo que permitía ajustes limitados dentro de una banda de fluctuación. Las monedas que corrían el riesgo de salirse de esa banda podían solicitar el apoyo del Banco Central Europeo; el sistema se llama Mecanismo de Tipo de Cambio II. Cuando en el último momento decidió no unirse al euro, Dinamarca permaneció en ese sistema como su único país miembro, hasta el día de hoy. Ese sistema le otorga a Dinamarca un grado de soberanía monetaria y le protege contra la excesiva volatilidad del tipo de cambio. En principio, no debería ser imposible permitir que los países del euro se unan a ese sistema.

Una dual o cualquier otra escapatoria supondría reformar el patrón oro del euro y significaría más soberanía nacional: más libertad y más responsabilidad. Eso no sería un regreso al Estado-nación, como una entidad política aislada en un mundo hostil. De hecho, a medida que el euro divide a Europa en lugar de unirla, una menor centralización monetaria (y esto vale también para otros asuntos) puede llevar a una mayor y mejor integración: relaciones más igualitarias y, por lo tanto, más pacíficas entre nuestros países. Europa no puede mantenerse unida por una camisa de fuerza; será una asociación libre de países libres o no será nada. Esto requiere un reconocimiento realista de los diferentes intereses nacionales. Ningún país en Europa está dispuesto a renunciar a su soberanía, y todos quieren seguir siendo democracias. Europa no debe ser un imperio, ni alemán ni germano-francés. Confiar en la solidaridad de los países más fuertes es arriesgado. Los estados de negación suelen darse entre individuos; entre los países la clave debe ser el interés nacional.

Si el Gobierno alemán solo fuera responsable ante su industria exportadora, pagaría con gusto cualquier tarifa de entrada para que los productos alemanes accedieran a los mercados cautivos de la UEM, permitiendo a las élites locales proeuropeas mantener a sus votantes lo suficientemente contentos con la moneda común. Pero Alemania es una democracia, con el equilibrio presupuestario consagrado en su Constitución. Por lo tanto, no habrá una unión de transferencias que compense a los países miembros menos competitivos por sus pérdidas, y en cualquier caso, las cantidades requeridas serían demasiado elevadas incluso para Alemania. Además, a largo plazo, la dependencia de las transferencias de un país más rico socavan el autogobierno nacional, ya que el país que las otorgue querrá opinar acerca de cómo las usa el país receptor. Mantener el euro con la esperanza de que Alemania pague a los perdedores bajo ese régimen monetario sería un gran error.

Wolfgang Streeck es sociólogo, trabaja en el Instituto Max Planck y su último libro se titula ‘¿Cómo terminará el capitalismo?’.

Fuente: El País