Los experimentados alpinistas tienen claro que cuando llegan a las cumbres innacesibles para el común de los mortales el dilema vital consiste en “o te aclimatas o te aclimueres”. El mismo al que se enfrentaron millares de empresas españolas cuando la crisis de 2008 paralizó sus ventas y, como si fuere una oportunidad, buscaban desesperadamente una salida de supervivencia. La vía de escape para buena parte de ellas fue la ventana comercial en el exterior, dado que la demanda interna se había agotado y las constantes vitales estaban bajo mínimos para una temporada larga por el descomunal endeudamiento de familias, empresas y administraciones. La dependencia de España durante unos años en los que todo eran vino y rosas se quebró y había que echar mano de otros salvavidas. Las empresas españolas, sobre todo las de pequeño tamaño, tuvieron que romper los límites del mercado castizo para colocar sus productos allí donde existía una demanda constante, donde la crisis había sino menos severa con la renta disponible de empresas y particulares, donde crédito e inversión seguían dando señales de vida, aunque no fueren muy intensas. Así, en 2010 había 120.000 exportadores, ahora hay 150.000.

Si en 2008 y 2009, cuando la quiebra de Lehman Brother generalizó la recesión mundial y hundió los intercambios comerciales, la exportación de bienes y servicios made in Spain suponía el 22% del PIB, este año tal porcentaje superará el 34%, un récord histórico que es el verdadero sello del cambio de modelo productivo del país tras la crisis. Un paradigma de crecimiento menos dependiente de España y más a expensas de los clientes franceses, alemanes o norteamericanos, y radicalmente alejado del monocultivo de la construcción residencial, que, por contra, ha reducido su peso en la producción al 10% del PIB.

Lo que en 2009 era la envidia sana de los analistas, el modelo exportador alemán, se ha generado en España, aunque su fortaleza cualitativa y manufacturera no sea, ni de lejos, plenamente comparable con la germánica. El comercio mundial puede castigar duramente a una economía que como la española tiene internacionalizado el 70% de su producción y consumo (compras-venta de bienes y servicios), pero tal efecto será coyuntural, pues la capacidad exportadora siempre ha sido el mejor estabilizador del crecimiento en crisis de demanda interna.

Esta posición de España en el comercio mundial, en el que ha ido ganando cuota lentamente pese a la adversidad de los emergentes, que compiten en calidad y hacen dumping en precios, ha dado la vuelta incluso de forma sistemática al saldo de la balanza de pagos, con cinco años consecutivos de superávit, y una reducción lenta pero muy continua de la posición internacional neta de inversión (diferencia entre activos y pasivos de la economía con el exterior). Las ventas externas de bienes y servicios se acercarán este año a los 400.000 millones de euros (unos 395.800), para un PIB de 1,16 billones. En 2008 tal exportación de bienes y servicios era de solo 244.000 millones para un PIB prácticamente similar, pues será en 2017 cuando España recupere el volor de la producción de antes de la crisis.

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Si el valor de la exportación de bienes y servicios, según la Contabilidad Nacional, ha pasado de 100 en 2010 a 135 este año (134,8 en el caso de los bienes y 135,2 en el de los servicios), y el valor del gasto de los particulares no residentes en España (turistas extranjeros) ha llegado a 142 desde 100 en 2010, la inversión en construcción, que había sido el ruidoso motor del crecimiento en los primeros años del siglo y que anestesió el modelo de crecimiento, ha descendido desde una base 100 en la citada fecha a 82 ahora, cuando ya ha registrado cierta resurrección.

En definitiva, la metamorfosis ha consistido en permutar construcción por ventas de bienes y servicios al exterior, en los que hay que contabilizar la construcción de obra en países emergentes por compañías españolas, y en explotar más intensamente el activo turístico del país. Simplemente se ha tornado el mayor vicio económico de España, el maldito déficit de balanza de pagos, en su mejor virtud: superávit de balanza de pagos.

Esta reconversión de la economía no ha sido gratis, pues los niveles de empleo distan mucho de recomponerse. Una serie de cambios legislativos han asfaltado el camino, pero determinante ha sido la flexibilización de la normativa laboral y el cambio de sensibilidad de quienes gestionan las relaciones industriales en la empresa, que han facilitado un control de los costes de producción, laborales sobre todo, para recomponer la competitividad que los productos y los servicios españoles habían perdido en los primeros años del siglo respecto a los competidores europeos. Esa simplificación llamada devaluación salarial, ha sido palanca fundamental para abaratar los precios en los mercados exteriores y elevar las ventas año tras año, y con una intensidad muy pronunciada en los últimos seis trimestres. Los récords de exportación que cada trimestre marca España (ha llevado la tasa de cobertura del 67% en 2008 a más del 91%) se producen porque es el país de la zona euro donde más avanzan las ventas, y que en Europa solo supera UK por la intencionada depreciación de la libra.

El giro en el modelo de producción y venta es más cuantitativo que cualitativo, pues prácticamente todos las partidas de ventas al exterior han crecido por igual. Pero sorprende que las que llevan asociada mayor intensidad tecnológica o inversión en capital, lo han hecho al mismo ritmo que las que no lo precisan. Solo la energía ha estancado su aportación absoluta a las ventas, y los mayores crecimientos se concentran en la industria agroalimentaria y en la producción química. Entre los servicios, pese al tirón del turismo, las ventas de naturaleza no turística superan a aquellas, y copan el 60%.

La evidencia del esfuerzo en la mejora de la competitividad se refleja en que los mayores avances en las cuotas se concentran en países con los que España comparte moneda, y donde la competitividad solo admite la medida de los precios de producción y de venta. Variables ambas muy ancladas en el control de los costes laborales, que mientras en términos unitarios descienden en España de manera intensa en los últimos años, repuntan en la zona euro. Y ese seguirá siendo el ancla del futuro: salarios muy pegados a las exigencias del mercado externo, sobre todo en las manufacturas, y precios finales atractivos en los bienes y servicios. Y en la medida de lo posible, ampliar la base manufacturera intensiva en tecnología, aquella que aporta más valor añadido.

Fuente: El País