El descenso drástico de los beneficiarios del bono social telefónico, junto con la caída en picado de los solicitantes del nuevo bono social eléctrico, es una prueba más de que la administración pública gestiona con más negligencia de la debida las ayudas a los grupos de población con menos renta necesitados, igual que el resto de la población, de usar servicios públicos esenciales. El bono social telefónico es un descuento que se aplica a jubilados y pensionistas con rentas anuales anuales inferiores a 8.950 euros. En la práctica, se ha convertido en una ayuda estéril porque solo se concede a a los contratos individuales de teléfono fijo; basta que el fijo esté incluido en un contrado con otros servicios (como el móvil, la fibra o el ADSL) para que el usuario, por baja que sea su renta, no tenga derecho a él.

Es una regulación impropia de la situación actual del mercado de las telecomunicaciones. El móvil ha desplazado abrumadoramente al teléfono fijo y las comunicaciones por Internet forman parte de las necesidades diarias de casi todas las familias. Lo razonable es bonificar el conjunto de servicios que puede ofrecer una compañía. La norma debería extender la concesión del bono a los servicios integrados de la telefonía si quiere ser un instrumento útil para el conjunto de los ciudadanos.

Aunque los casos del bono social eléctrico y telefónico son diferentes (en este último, es un elemento más del servicio universal de telecomunicaciones adjudicado a Telefónica), en ambos se aprecia que las ayudas reguladas sólo son efectivas si los gestores públicos son capaces de adecuar las normas a los cambios sociales y tecnológicos y si los requisitos exigidos para conceder los beneficios económicos no espantan, por su complejidad, a los potenciales beneficiarios. El destinatario de los bonos sociales debe estar muy claro, las reglas de concesión tienen que ser sencillas y en ningún caso deben restringir el acceso a tecnologías de uso normal (como el móvil)

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Fuente: El País