El artículo 181 del Código Penal tipifica como delito de abusos sexuales la realización de actos que atentan contra la libertad o la indemnidad de otra persona “sin violencia o intimidación” pero “sin que medie consentimiento”. La condena es de uno a tres años de prisión. Si el acto sexual consiste en la penetración por vía vaginal, anal o bucal, o la introducción de otras partes del cuerpo u objetos (en este caso, sólo por las dos primeras vías) la condena se eleva a entre cuatro y diez años de prisión. En este sentido, tendrán la consideración de abusos sexuales no consentidos los que se produzcan sobre personas “privadas de sentido” o a las que se le haya anulado la voluntad mediante el uso de fármacos, drogas o cualquier otra sustancia (ya sea natural o química).

Por su parte, la agresión sexual, regulada en el 178 del Código Penal,condena a una pena de prisión de entre uno y cinco años a quien atente contra la libertad sexual de otra persona «utilizando violencia o intimidación». Cuando la agresión pase a ser una violación, bien porque hubiera penetración o bien porque se introduzcan otras partes del cuerpo u objetos, la pena se eleva a entre seis y doce años.

¿Qué puede entenderse por violencia o intimidación?

El salto del abuso a la agresión sexual se produce, por lo tanto, siempre que medie violencia o intimidación. No existe un catálogo de comportamientos que determine qué actos tienen tal consideración y sirven para doblegar la voluntad de la víctima, sino que debe evaluarse en cada caso concreto.

La jurisprudencia ha definido la violencia como acometimiento, imposición material o uso de la fuerza física o semejante, suficiente para vencer la voluntad de la víctima (y, así, hace inútil su negativa al acto sexual). La intimidación, por su parte, conllevaría que el sujeto pasivo cede para evitar un mal mayor sobre su persona, bienes o sobre un tercero. No es necesario que el mal con el que se amenace sea grave, pero sí que sea creíble y real y de tal envergadura que tenga la capacidad de doblegar a la agredida (o agredido).

Existen casos límite en los que es difícil establecer la línea divisoria entre la intimidación y el prevalimiento. El Supremo ha dicho al respecto que, en estos supuestos, «lo relevante es el contenido de la acción intimidatoria llevada a cabo por el sujeto activo más que la reacción de la víctima frente a aquélla». En todo caso, la acción intimidatoria debe ser «idónea» para «evitar que la víctima actúe según las pautas derivadas del ejercicio de su derecho de autodeterminación». Para apreciar la idoneidad, subraya el tribunal, habrán de valorarse todas las circunstancias que rodean la acción.

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Consentimiento

El consentimiento de la víctima es el elemento más difícil de probar en estos casos y, en muchos casos, su determinación sólo puede hacerse contrastando la palabra o las versiones de los implicados o los testigos del hecho. La doctrina del Tribunal Constitucional y del Tribunal Supremo, cuando el testimonio es la única prueba, imponen una cuidada y ponderada valoración de la misma, teniendo en cuenta otros elementos como la verosimilitud de la versión aportada, la falta de ánimo de venganza por hechos anteriores, ausencia de contradicciones, etc. Además, el juez o los magistrados que evalúen el caso deberán valorar las circunstancias que rodean a los hechos como episodios anteriores ente el agresor y la víctima, otras conductas sexuales inapropiadas, el lugar donde ocurrieron los hechos, etc.

Fuente: El País