En diciembre de 2015, hace ahora dos años, un inexplicable empate a 1.515 en la votación de la asamblea de la CUP, sobre el apoyo a la investidura del entonces presidenciable Artur Más, anunciaba un mal presagio sobre la nueva legislatura catalana, finalmente liderada por Puigdemont.

Desde entonces hasta hoy, todos los días hemos desayunado con noticias inquietantes sobre el procés. Las innumerables tensiones entre los socios de gobierno catalán, que justificaban su pacto en el bien común independentista pero que mantienen idearios y programas políticos tan dispares, nos han mostrado imágenes políticas absurdas e incomprensibles.

El incremento en el nivel de osadía en la hoja de ruta independentista, desde entonces y hasta el comprometedor referéndum del 1 de octubre; la anunciada y cacareada aplicación del artículo 155 de la Constitución; la huida internacional de Puigdemont junto a parte de sus consejeros; la odisea judicial y penitenciaria de otra parte del Gobierno cesado; la vertiginosa e hipersensible campaña electoral, y los resultados de ayer nos dejan en una nueva orilla, parecida a aquella de diciembre de 2015, con muchas sombras sobre Cataluña porque las elecciones no han traído luz, más luz, como pedía Goethe.

El análisis previo a las elecciones sugería que poco o nada iba a resolverse ayer, aunque nos ilusionaba mantener la esperanza de solucionar el asunto en las urnas. El balance, sin embargo, es que se confirma la existencia de dos bloques diferenciados, cada vez más polarizados, de aproximadamente dos millones de personas en cada extremo, separados por una única decisión: mantenerse en España y reconducir una maltrecha sociedad y economía o continuar persiguiendo un sueño imposible, a pesar de sus costes excesivos.

Ya nadie discute el negativo impacto económico y social de todo el proceso independentista, aunque sí se discuta sobre la causa. ¿Se debe a la desconfianza sobre la posible república catalana o es una situación agravada por la aplicación del 155? Peores cifras de desempleo, menor afluencia de turistas, pérdida de inversiones exteriores, radicalización social, guerra de banderas, empeoramiento de la imagen exterior, huida de empresas y enfriamiento de las previsiones económicas, que afectan a España y a Cataluña.

Lo único claro es que si no logramos trasladar una solución válida a quienes deciden sus inversiones –a los empresarios, a los ciudadanos y el entorno internacional–, la situación seguirá empeorando para todos, especialmente para los catalanes.

Los líderes del independentismo dijeron que el proces iba a tener un efecto neutro o positivo sobre su propia economía, y que iba a satisfacer un mayoritario deseo de sus ciudadanos, aliviando una inexcusable demanda social. Pero hoy tenemos una Cataluña más pobre, más dividida socialmente, y con una situación política más parecida a la preautonomía que a la independencia.

Y el balance empeora si incluimos a España en el análisis de los datos económicos. La aplicación del 155, anunciada como solución efectiva acompañada de las elecciones, ha paralizado el proceso independentista, pero no ha resuelto el problema, solo lo ha aplazado, y probablemente magnificado, a la vista de los resultados de ayer.

¿Y, sumado a esto, qué escenario nos dejan las elecciones del jueves? El balance es crecientemente negativo: nadie gana y todos perdemos cada día más, así que parece comparable al de la lotería de Navidad, pocos son los que se sienten premiados y la mayoría apela a la salud o se conforma con el reintegro.

Ciudadanos gana y es el único premio de los no independentistas. Mejora las previsiones de las encuestas y presume de ser el primer partido españolista que vence en unos comicios catalanes. Su estrategia de mensaje claro, junto a su inmaculado y corto historial como partido, añadido a su no participación efectiva en la gobernabilidad, lo presentan como una opción cómoda para el voto.

Junts por Catalunya y Esquerra Republicana prácticamente mantienen resultados, y tratan de venderlo como el éxito de quienes jugaban en inferioridad de condiciones. Se podría discutir si el hecho de tener a sus líderes en el auto exilio y en la cárcel supone una desventaja o una posición ventajosa de victimismo épico.

Los socialistas ganan lo que jugaban, y el escaño adicional frente a las elecciones de 2015, no les sirve para obtener premio alguno ni les otorga lo que buscaban, ser decisivos en cualquier pacto por la gobernabilidad, ni les presenta como alternativa equidistante entre ambos bloques.

En Comú Podem trata de conformarse con haber perdido poco, y comienza a preocuparse por la anunciada creciente desafección de sus votantes de cara a futuras consultas. Empieza a parecer lejana aquella toma del cielo y surgen incómodas comparaciones con los clásicos resultados de los tradicionales partidos de izquierda.

La CUP, prisionera de sus propias contradicciones, se lamenta en voz baja de un mal resultado en unas elecciones que apenas ha reconocido legítimas, perjudicados por el regreso del voto a Esquerra, además de pagar las consecuencias de acciones que navegaban entre lo transgresor y lo esperpéntico.

Y por último el Partido Popular, derrotado y minimizado electoralmente, tentándose las ropas por lo que pueda significar este resultado en Madrid, y contando a quien quiera escuchar que lo importante es tener salud.

Así pues, lo más probable es que los mercados no se tranquilicen tras este resultado, que el goteo de empresas que se marcha no se detenga y que los datos económicos sigan siendo malos. El futuro, contradiciendo a Paul Valéry, seguirá siendo lo que era.

Fernando Tomé es Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Nebrija

Fuente: El País