Subí Gran Vía arriba, torcí por Preciados, atravesé Sol, enfilé Postas y me planté en Plaza Mayor a ver si encontraba a Chencho en los belenes.

No estaba. Habrá que creer a Pepe Isbert. Se ha perdido Chencho. Y con él todos un poco.

Solo había bolsas y empujones, y el brillo mate del empedrado y las puertas de los bares sumidas en un caos prenavideño de cabeza de gamba, cava barato y amistad de cartón piedra. España es prenavideña tan solo desde mediados de noviembre pero que nadie se preocupe, llegará un día en que lo será desde finales de agosto. Somos así de previsores. Sobre todo para las compras. Que por encima de cualquier poder fáctico de este país –partidos, clubes de fútbol, bancos, medios de comunicación, Conferencia Episcopal o directivos de televisión- asome incólume el bastón de mando de El Corte Inglés no debe sorprendernos. Somos un pueblo comprador. De vender tampoco vamos mancos: aquí se vende a la propia madre a cambio de una gestión, de una triste promesa, de un a lo mejor.

La cadena SER emitió el día de Navidad una adaptación de La gran familia, aquella película de 1962 dirigida por Fernando Palacios pero parida por Pedro Masó, declarada “de interés nacional” por Franco y cuya virtud más inexplicable es que todas las situaciones, por esperpénticas y tristes que sean, desembocan en ríos de espumillón dorado. Los Alonso son como Atila: “Donde pisa mi caballo no vuelve a crecer la hierba”. Todo el mundo es bueno, todos los días son domingo, la mujer en casa y Dios en la de todos. Ea.

Uno no entiende por qué, siendo tan carpetovetónicamente bienintencionada, sigue viendo La gran familia. Igual es que soy masoca. Pero mírenla, escúchenla y reflexionen. Permítanse un algodón de azúcar por muy duros que sean. Y no griten tanto, y no empujen. ¡Chenchooooo!

Fuente: El País