Esta semana el Gobierno ha confirmado que en esta legislatura se regulará un nuevo Estatuto de los Trabajadores. Parece claro que el objetivo es conseguir una modernización del Derecho del Trabajo para adaptarlo a las nuevas realidades. Para alcanzar tal noble fin se debería empezar a hablar de los que, con los cambios de modelo económico y la descentralización productiva, han quedado fuera de toda protección: los autónomos. Este colectivo queda actualmente extramuros del Estatuto, lo que provoca que estemos habituados a titulares como “el 20% de los autónomos no descansa ningún día a la semana”, “los autónomos perciben la mitad de jubilación que los trabajadores laborales” o que, en ciertas empresas, los autónomos hagan más de 60 horas semanales. La desprotección es absoluta e injustificada.

Con esto no se está haciendo referencia a los falsos autónomos. Este colectivo obviamente requiere de protección, pero sin cambiar la norma: con más recursos para perseguir estos fraudes se puede solucionar el problema. Se está hablando de los autónomos verdaderamente independientes, que no tienen poder de negociación para fijar sus condiciones de trabajo ni autoprotegerse. Trabajadores que, legalmente, no tienen vacaciones, descanso semanal, salario mínimo ni jornada máxima.

El Derecho del Trabajo, en su constitución originaria, hace más de 100 años, diferenció entre trabajadores subordinados —protegidos— y el resto. Se entendía que solo los trabajadores de las fábricas, que prestaban servicios bajo estricta supervisión de los encargados, necesitaban protección. Con los actuales niveles de cualificación y tecnológicos, muchos trabajadores carecen de supervisión directa sin que ello signifique que no requieran protección legal. El ámbito de protección del Estatuto de los Trabajadores ha quedado anticuado ante el cambio de modelo económico —descentralización productiva— y el nivel de cualificación. La normativa yerra al asimilar aquellos que requieren protección legal con aquellos que reciben directrices del empresario. Por el contrario, los que requieren de la normativa son aquellos que carecen de poder de negociación. La existencia de instrucciones directas será una forma de identificar que, en esa relación entre trabajador y empresario, hay un desequilibrio. Pero no la única.

Muchos autónomos no pueden calificarse de verdaderos empresarios en el sentido de poder negociar en igualdad de condiciones y usar su iniciativa para maximizar beneficios. En cambio, son mano de obra fungible dentro de una larga lista de demandantes de empleo. Si no encajan en la definición de trabajador laboral no es porque no se enfrenten a la misma realidad, sino porque el concepto legal nació para describir una realidad distinta. Para modernizar el Estatuto parece necesario cambiar la forma de identificación de los trabajadores, como ya ha hecho California, para que proteja a los que viven de su trabajo.

Adrián Todolí Signes es profesor de Derecho del Trabajo en la Universidad de Valencia.

Fuente: El País