Los cambios tecnológicos cambian consigo la infraestructura de la política. Esto, indudablemente, ya está pasando en nuestros sistemas democráticos. Sin embargo, estimar la magnitud de ese cambio resulta mucho más complicado. Bots rusos o Cambridge Analytica existen e intentan influir. ¿Tienen éxito? ¿Son decisivos en una elección? Es algo difícil de probar porque, al fin y al cabo, muchos actores y eventos influyen en nuestros sistemas políticos, dentro y fuera de la red. Exagerar tanto su importancia casi recuerda a cuando se dijo que fue la invención de la radio la que trajo el ascenso de Hitler al poder.

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Vayamos a lo que sí sabemos. En España sólo uno de cada cinco ciudadanos no accede a internet regularmente, esencialmente los de mayor edad. La brecha digital se ha cerrado la última década, pero apenas hay datos sobre la desigual intensidad del uso político de medios digitales. Aunque se generalice, hay ciudadanos para los que internet tiene una utilidad estrictamente lúdica, otros para los que es una vía ocasional para compartir mensajes políticos —como vídeos virales o memes— mientras que para otras personas es fuente regular de información y participación. Por supuesto, esto genera diferencias sobre el impacto socializador de las redes.

Además, su expansión no sólo genera cambios en los ciudadanos. De un lado, ha transformado las relaciones con los agentes, mucho más horizontales, reforzando la crisis de los cuerpos intermedios. Los tradicionales creadores de opinión (incluyendo grandes medios), los partidos o los sindicatos tienen menos capacidad para marcar la agenda. Su poder, que sigue siendo importante, se diluye en una telaraña compleja con estímulos fluyendo en ambas direcciones. Del otro lado, la tecnología también ha cambiado los tiempos de la política. Ahora se demanda inmediatez en la reacción de nuestros representantes, un tuit o un pronunciamiento ante cualquier evento o fenómeno, por más que se necesite sosiego o reflexión.

Este cambio tecnológico también abre la puerta a la emergencia de nuevas desigualdades. Mientras que las clases medias globales angloparlantes van creciendo en importancia, se conectan entre sí y comparten visiones del mundo, otros ciudadanos se quedan ajenos a ese potencial. A la tradicional desigualdad de clase se añade una dimensión espoleada por el cambio tecnológico. En paralelo, la atomización de las identidades, mucho más desdibujadas, encuentra en las redes una infraestructura ideal para desarrollarse.

La paradoja es que la red puede servir tanto para construir una burbuja como para articularse de manera más descentralizada. La huelga del 8-M, por ejemplo, es la prueba de cómo estas interacciones son sutiles y transversales. La pregunta es cómo se logra el salto de las demandas a políticas efectivas y ahí los agentes tradicionales, de momento, se siguen llevando el gato al agua.

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Fuente: El País