Si no lo subes a Instagram, ¿ha valido la pena? La respuesta correcta parece obvia: «No». Se supone que hay vida más allá de ese y los demás vórtices de imágenes donde vertimos nuestros mejores momentos. Y sin embargo, las partes de nuestra existencia que escapan de estos escaparates parecen cada vez más pequeñas. De acuerdo con Benjamin Schneider, esta sensación es resultado de una tendencia que empezó a emerger en los años sesenta.

«La economía de experiencias quisiera hacernos pensar que las experiencias son cajas que pueden llenar el, de otro modo, vacío espacio de nuestras vidas diarias. Busca transformar cualquier evento, por mundano que sea, en una oportunidad para hacer dinero, como si nada contase como experiencia a menos que se venda o haya una app para ello», escribe en la revista Real Life.

Un ejemplo paradigmático de esos «fotogénicos y multisensoriales espacios urbanos de placer» es para Schneider el célebre museo del helado, pero también encajan las experiencias de Airbnb, lugares como Niketown u otros establecimientos que pueden visitarse sin intención de comprar y las instalaciones inmersivas o interactivas que aparecen con cada vez más frecuencia en espacios comerciales.

La experiencia pionera tuvo lugar en 1968 en el Soho neoyorquino. El reportero de Time que asistió a Cerebrum lo se refirió a él como un «curioso experimento en entretenimiento público» difícil de categorizar: «Como quiera que se defina -tal vez no es posible-, Cerebrum es una experiencia».

Las que ahora entendemos como experiencias tampoco son fáciles de definir, pero el mercado que nos las vende tiene, según Schneider, un objetivo común: «Mientras que la economía de la atención trata de monetizar nuestra habilidad para concentrarnos, la de experiencias se enfoca en nuestras actividades diarias y las relaciones que componen nuestra personalidad. Quiere reclamar nuestra sensación de haber vivido, de haber hecho, visto o sentido cualquier cosa».

Sin embargo, no todas las experiencias son iguales. En opinión de Schneider, hay una diferencia clave entre el propósito de Niketown -«vender zapatillas»- y el de Airbnb, que con su apartado de experiencias disfraza de intercambio cultural lo que en realidad es un intercambio económico.

  • Mi reino por un like

La simbiosis de este mercado con el de la atención, concentrado en las redes sociales, es perfecta: «Si la economía de experiencias logró en su momento encontrar la forma de levantarnos del sofá y llevarnos a un escaparate, las redes sociales le permitan monetizar el resto de las horas de nuestro día». Además, en este espacio, los likes, seguidores y valoraciones se convierten en una «divisa social» que amplía las experiencias de amistad, fidelidad o autoafirmación.

¿Cómo escapar de esto? Schneider cita a Jenny Odell, autora del libro Cómo no hacer nada, que recomienda «buscar espacios comercialmente improductivos». En los parques o en el transporte público podemos encontrar «antiexperiencias» que nos permitan percatarnos de los ritmos de la vida que nos rodea.

Para Odell es necesario renunciar a participar de estas experiencias, pero sí recomienda pensar en ellas de manera crítica: ¿Es posible una vivir una experiencia concreta sin que esta sea facilitada por una empresa?

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Fuente: El País