La captura y almacenamiento de CO2, una solución todavía cara y poco extendida, pero imprescindible si de verdad se quiere bajar la fiebre al planeta, recibió recientemente un espaldarazo inesperado de la política estadounidense.

A cambio de su respaldo al presupuesto federal, los demócratas consiguieron que el presidente Donald Trump aprobase incentivos fiscales a esta tecnología. De tal suerte que el último mandatario al que un ecologista invitaría a su fiesta ha resultado poniendo la simiente de lo que a la larga podría significar la salvación de los objetivos de París.

“Me ha sorprendido viniendo de él”, comenta Carlos Abanades, investigador del Incar (Instituto Nacional del Carbón), quien lleva 20 años estudiando nuevos procesos de captura de CO2. “Salvo que la trampa esté en la letra pequeña, la medida es una señal más que suficiente para el mercado y va a impulsar proyectos reales en Estados Unidos”, añade.

La técnica, conocida como CCS por sus siglas en inglés (carbon capture and storage), consiste en capturar el dióxido de carbono del humo que sale de las chimeneas para luego comprimirlo y llevarlo a un estado cuasi líquido que facilite su transporte a través de tuberías similares a las de gas natural. Así, en lugar de contaminar la atmósfera, el CO2 acaba confinado bajo tierra, en yacimientos de entre 1.000 y 1.300 metros de profundidad, para siempre.

Al ser la única tecnología limpia capaz de descarbonizar industrias que dependen mucho de la quema de fósiles para poner en marcha sus hornos y calderas (acero, cemento, fertilizantes, papel, petroquímicos), los expertos coinciden en que acelerar su desarrollo es crítico para cumplir los objetivos climáticos de París.

La Agencia Internacional de la Energía (AIE) estima que la CCS podría contribuir con el 13% de la reducción de emisiones que se necesita de aquí a 2050 para que la Tierra no se caliente por encima de los dos grados.

En el mundo hay 17 grandes plantas en operación y otras cinco en obras, pero se necesitarán 2.000 para cumplir el Acuerdo de París

Actualmente hay 17 instalaciones de CCS operando a gran escala: nueve de ellas en Estados Unidos, tres en Canadá, dos en Noruega y una en Brasil, Arabia Saudí y Emiratos Árabes Unidos. Entre todas están ahorrando a la atmósfera 37 millones de toneladas anuales de CO2, el equivalente al retiro de ocho millones de automóviles de las carreteras cada año.

Otras cinco plantas están en construcción en Canadá (2), Australia (1) y China (2). Las canadienses y australianas empezarán a funcionar este año y las chinas, en 2019 y 2020. Pero, de acuerdo con el Global CCS Institute, una organización internacional con sede en Melbourne, para alcanzar los objetivos de París harán falta más de 2.000 plantas de este tipo en 2040. Casi nada.

La tecnología ya está validada. De hecho, las petroleras estadounidenses llevan años usándola para extraer hasta la última gota de petróleo posible de los pozos de Texas, ya que el dióxido de carbono en estado puro actúa como disolvente.

“El hidrocarburo no se encuentra en el subsuelo en depósitos o bolsas como normalmente se piensa, sino atrapado en los poros de las rocas”, aclara Yolanda Moratilla, directora de la cátedra Rafael Mariño de Nuevas Tecnologías Energéticas de Comillas ICAI. “Cuando se dice que un yacimiento está agotado, en realidad queda por extraer casi la mitad del recurso. El problema es que este no mana a través del sondeo de forma natural porque la permeabilidad de la roca se lo impide”, explica.

Para vencer esta resistencia, las petroleras inyectan CO2 en la roca, de modo que el gas empuje al hidrocarburo hacia arriba. Cuando la extracción finaliza, el carbono introducido se queda en la roca. “Como a las petroleras el CO2 les cuesta dinero, hacen todo lo posible por minimizar lo que se queda allí abajo”, abunda Abanades. Es la razón también por la que esta técnica ha recibido el favor de los republicanos.

“De lo que se trataría ahora es de extenderla a otras industrias, como las cementeras, acereras o centrales térmicas de electricidad. El problema es que nadie les paga por eso. A diferencia de las petroleras, no tienen ningún incentivo para hacerlo”, señala el investigador del Incar.

“Como aún no es una tecnología comercial, sus costes son altos y rondan los 70 dólares la tonelada (57 euros), que podrían bajar a 50 cuando la tecnología madure”, precisa Moratilla. La cuestión es cómo abaratarla para que a las empresas les resulte más rentable capturar CO2 que comprar derechos de emisión a entre 7,5 (media de los últimos 12 meses) y 13 euros (cierre de ayer).

Ahí es donde Trump ha dado en el clavo, al ofrecer una deducción de 30 dólares por tonelada de CO2 capturado si se le da un uso industrial, como en el caso de las petroleras, o de 50 si es almacenado bajo tierra.

Las cifras

13% de la reducción de emisiones necesaria para frenar el cambio climático deberá venir de CCS

70 dólares la tonelada es el coste de esta técnica, por encima de los 15 que cuesta el derecho de emisión

30 dólares es la deducción aprobada por Trump a la captura para reutilización y 50 al almacenamiento

Moratilla opina que estas ayudas, que se aplicarán a centrales térmicas o fábricas emisoras que empiecen a construirse antes de 2024, constituyen una especie de prima como las que en su momento se dieron a las energías renovables para favorecer su despegue. “El incentivo permite reducir los costes de captura a unos niveles aceptables”, remarca.

Abanades coincide en que con esa ayuda debería ser suficiente para que en EE UU se lancen varios proyectos de demostración. Sin embargo, advierte de que luego está el tema de la aceptación pública: ¿queremos hacer esto incluso si es imprescindible para luchar contra el cambio climático?

“Cuando hablas de esto con la gente, te encuentras con que nadie quiere tener CO2 debajo de sus pies. Eso te obliga hacerlo en altamar, como Noruega, o en zonas remotas del planeta, lo cual encarece el transporte y la logística”, sostiene.

Alicia Arenillas, jefa del servicio de recursos energéticos del Instituto Geológico y Minero de España (IGME), comenta al respecto que en cualquier proyecto de esta naturaleza es «de vital importancia» estudiar bien las características geológicas del yacimiento donde se va a inyectar y almacenar el CO2, así como de la formación que se encuentra por encima y sellará el depósito. «Un sello adecuado garantiza que el carbono se mantendrá en el reservorio y no se desplazará hacia capas superiores y de allí eventualmente pueda escapar a la superficie», indica.

La ingeniera de minas sostiene que en España, las zonas más favorables para almacenar CO2 son los acuíferos salinos profundos de las grandes cuencas sedimentarias.

El intento fallido de la UE

La segunda cuestión es si Bruselas seguirá el ejemplo de Washington. Los antecedentes no invitan al optimismo. La Comisión Europea incumplió su promesa de que en 2015 habría al menos 12 centrales de CCS operando en la UE. “Aquello fue un fracaso”, sentencia Abanades. “No hay ninguna planta hecha, pero la culpa no la tiene la tecnología sino la forma en que se gestionó aquella iniciativa, especialmente en España”, mantiene.

El investigador calcula que construir 12 plantas grandes –“no tiene sentido hacerlas pequeñas”– costaría 12.000 millones de euros. Pero en lugar de eso, la UE puso 1.000 millones que repartió entre seis proyectos, uno de ellos en España. “No fue un fondo común sino que cada Estado miembro tomó lo mismo que había aportado, en el caso español, alrededor de 200 millones que se invirtieron en una planta en Ponferrada”, detalla.

La primera fase del proyecto finalizó en 2014 y consistió en el desarrollo de tres instalaciones piloto (de captura, transporte y almacenamiento) que siguen operando. Pero la segunda, que comprendía la construcción por parte de Endesa de una planta comercial de 300 MW dentro de su central térmica de Cubillos del Sil, ha quedado en suspenso debido al retiro –al menos momentáneo– de la eléctrica.

La segunda etapa tendría que haberse concluido en 2015 con la inversión por parte de Endesa de 300 millones, pero la caída del precio del CO2 no lo hace rentable. Lo criticable para Abanades es que España haya gastado dinero público en un proyecto del que no tenía la garantía de que se iba a completar.

«A pesar de que la UE insiste en que se trata de una tecnología importante para la lucha contra el cambio climático, no ha adoptado medidas eficaces para que despegue. Los proyectos a gran escala previstos en Europa se han ido desacelerando debido a restricciones financieras, falta de incentivos e incluso problemas de aceptación pública», expresa Moratilla. 

Hontomín Planta piloto de la Fundación Ciudad de la Energía, en Hontomín (Burgos), que almacena el carbono capturado por su par de Compostilla, en Ponferrada.

En España, además del de Ponferrada, que gestiona la fundación Ciudad de la Energía (Ciuden), hay otros proyectos pequeños. Entre ellos destaca una planta piloto de captura en la central térmica de Hunosa en La Pereda, Asturias, que empezó a funcionar en 2012 gracias a una ayuda europea de cuatro millones. La planta, con capacidad para producir 1,8 megavatios térmicos, tiene subvenciones aseguradas hasta el verano de 2019. 

El jefe de la central, Luis Díaz, es el presidente de Pteco2, una plataforma tecnológica que promueve esta tecnología. “Necesitamos tener claro qué queremos hacer de aquí a 2030 o 2050”, afirma. “Si el Gobierno no quiere cerrar las centrales de carbón por razones de seguridad energética o las que sean, ¿cómo se compaginará eso con los objetivos climáticos? Hemos dado primas muy fuertes a las energías renovables. A lo mejor tenemos que hacer lo mismo con la captura de CO2”, sostiene.

Repsol participa en proyecto en Reino Unido

Entre las petroleras, Repsol participa en un proyecto de la Oil and Gas Climate Initiative (OGCI) para el diseño de una central de ciclo combinado de generación de electricidad con gas natural, que incorpora captura de CO2 en Reino Unido. El proyecto incluye el almacenamiento geológico del carbono generado por la central, así como del procedente de otras industrias.

Fuentes de Repsol informan que la OGCI no descarta replicar este proyecto en otros países y trabaja para elaborar un concepto comercial viable y un diseño de ingeniería sencillo, de modo que pueda obtener apoyo gubernamental y atraer la inversión privada.

La OGCI, una iniciativa de las 10 petroleras más grandes del sector para encontrar soluciones al cambio climático, financiará el proyecto con recursos del fondo de 1.000 millones de dólares de que dispone para investigar en nuevas tecnologías de bajas emisiones.

Fuente: Cinco Días