Uber ha provocado esta semana una enorme ola de protestas de los taxistas en España. El órdago del gremio para frenar la expansión de los coches que usan esta aplicación para el transporte de viajeros llega en un momento clave en la corta historia de la compañía, a las puertas de cotizar en Bolsa. Uber conduce a través de un pavés de 1.070 millones de dólares de deudas. Esa es la cantidad que quemó en el tercer trimestre de 2018. Un año antes había perdido 4.500 millones. La interrogación es clara. ¿Invertiría en una empresa donde sangran los números rojos? Si escuchásemos al banco de inversión Morgan Stanley hallaríamos una respuesta sin preguntar. Ha valorado la compañía —pese a que desde su nacimiento en 2009 nunca ha tenido beneficios— en 120.000 millones de dólares. Unos 105.000 millones de euros.

Es la cifra con la que acude a su posible salida a Bolsa este año (podría retrasarse por el cierre parcial del Gobierno estadounidense y las condiciones del mercado). Quizá el debut más esperado en una década. Sobre el papel vale más que Ford, General Motors y Fiat Chrysler juntas. Aunque otros analistas rebajan su precio a 70.000 millones. Una cantidad corta. “Uber necesita al menos una tasación de 100.000 millones de dólares para que sus actuales inversores ganen el dinero que esperan”, advierte Hubert Horan, consultor de transporte independiente, que dibuja la sombra sobre la firma: “Las acciones no tienen capacidad de apreciación a largo plazo basándose en su negocio central del taxi”. Después de una década sigue perdiendo más dinero que cualquier start-up de la historia. Amazon y Facebook tenían un flujo de caja positivo a los cinco años de vida. Pero da igual.

Los mercados tienen fe en que la plataforma conseguirá beneficios a corto plazo; esperanza en que la legislación le será más benigna, y caridad, en el sentido neoliberal, de que los inversores apostarán su dinero. La compañía, con calma, pues al ser privada no está obligada a presentar resultados trimestre a trimestre, sitúa sus piezas con la precisión de un cirujano. En octubre, y en solo una semana, captaba 2.000 millones de financiación con la emisión de bonos. ¿La apertura con blancas de su estreno en Bolsa? “Nunca había visto una operación como esta en mis 34 años de carrera”, escribe Brian Reynolds, analista en Canaccord Genuity, en una nota a sus clientes.

En agosto pasado —cuando Toyota invirtió 500 millones en ella— estaba tasada en 76.000 millones. Solo tres meses después alcanzaba esos 120.000 millones de dólares. Además, en estos años ha captado 20.000 millones en fondos. Un número sin precedentes, 2.600 veces más que Amazon antes de su salida al mercado. “El perfil de la compañía recuerda a otras tecnológicas que debutan en el parqué sin haber obtenido beneficios jamás, pero con grandes expectativas de futuro; una situación que a veces no se materializa”, previene Javier Urones, analista de XTB. “A la gente le encanta comprar acciones de cosas que usa”, dice Giles Alston, experto de Oxford Analytica. Quizá por eso y por una gran campaña “estos estrenos bursátiles son muy seguidos. Aunque los resultados dependerán de las condiciones actuales del mercado”, prevé Celso Otero, de Renta 4. Y también de quién llegue primero.

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La competencia

Porque su competidor Lyft —que según Credit Suisse vale 15.100 millones de dólares— pugna con Uber por ese puesto en el parqué. Ambas empresas pierden inmensas sumas y tienen que subvencionar sus tarifas para atraer conductores y pasajeros. Pero Lyft solo opera en EE UU y Ontario (Canadá), mientras que Uber viaja a través de 63 países y proporciona 15 millones de trayectos diarios. Parecen revivir la lucha entre David y Goliat, pero no es así. “La ruta hacia los beneficios de Lyft es mejor porque posee una estrategia de crecimiento muy definida. Solo pisa el centro de América del Norte”, reflexiona Santosh Rao, responsable de investigación de Manhattan Venture Partners. “Esto le ha ayudado a evitar los costosísimos errores cometidos por Uber”.

La empresa de San Francisco ha sufrido una serie de escándalos en los últimos años, incluido acusaciones de acoso sexual y la dimisión de su cofundador Travis Kalanick. El nuevo consejero delegado, Dara Khosrowshahi, quiere reflejar un comportamiento distinto. Pero ha chocado con la muerte. El año pasado uno de sus vehículos autónomos atropellaba fatalmente en Tempe (Arizona) a Elaine Herzberg mientras empujaba su bicicleta. La investigación reveló que el conductor de seguridad del Volvo SUV estaba viendo un programa de televisión en su móvil y no activó los frenos de emergencia hasta después del impacto. Pronto se olvidó el accidente. Diez meses después ha retomado las pruebas y el Financial Times aventuraba la posibilidad de un spin off de su división de coches autónomos debido al enorme coste de su desarrollo. La pelea reúne a gigantes.

Es un mercado en el que compite con colosos como Waymo (Google), Tesla, General Motors o Apple. “La clave para Uber es llegar a la conducción autónoma con tanto reconocimiento de marca como resulte posible y en una sólida posición tecnológica”, dice Enrique Dans, profesor de innovación del IE. El reto es económico y también un juego de palabras. “Hay situaciones buenas en Uber y también malas, su desafío es asegurarse de que la regulación que busca corregir las cosas malas no arruina las buenas”, apunta Jonathan Hall, profesor de Economía en la Universidad de Toronto.

Por eso, Khosrowshahi ha abandonado los segmentos menos rentables. En el caso de los taxis se desprendió de sus operaciones en Rusia y el sureste asiático, con competencia local muy fuerte, y se ha centrado en negocios con capacidad de crecimiento como el reparto de comida (Uber Eats), las bicicletas, el alquiler de ciclomotores e incluso los vehícu­los voladores. “Uber no ha sido capaz de lograr en los mercados internacionales la cuota que tiene en EE UU”, dice John Barrios, economista de la Universidad de Chicago. “Esto se debe a la regulación y a la competencia de las firmas regionales, que son capaces de imitar su servicio y conocen mejor el entorno”. La plataforma española Cabify es un ejemplo de esa facilidad de réplica.

Si finalmente Uber sale a Bolsa, aumentará la injusticia. “La OPV de la empresa impulsa la inequidad. Pues enriquecerá a los propietarios, a algunos trabajadores privilegiados que tienen opciones sobre acciones y a ciertos insiders. ¡Y puede estar seguro de que nada de esto se reflejará en que se pague mejor a los conductores!”, exclama Richard Walker, profesor emérito de la Universidad de California (Berkeley). Solo unos pocos sentirán la lluvia de oro. The New York Times estima que 1.000 empleados de Google se hicieron millonarios cuando salió a Bolsa, Reuters habla de “cientos de ricos” en el estreno de Facebook y Twitter creó 1.600 más. La desigualdad es un seísmo tecnológico que atraviesa San Francisco.

Fuente: El País