Ya han desembarcado en Bali los miles de delegados del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial que celebrarán aquí su reunión anual, una especie de semana grande de la economía global en la que abundarán los pronósticos de crecimiento, los análisis de riesgos y las recetas que deben curar los desequilibrios internacionales. Una vez en la isla, es difícil no advertir el contraste entre el paisaje de soleadas y azulísimas playas y las sonrisas con la que los locales dan la bienvenida con los ánimos de los técnicos del Fondo. Porque frente a las buenas noticias del año pasado, cunde ahora un pesimismo que se ha hecho más evidente en los últimos meses. Ya lo verbalizó la semana pasada la jefa de todo esto, Christine Lagarde, cuando alertó de que los riesgos que se divisaban hace tiempo han “empezado a materializarse”.

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Y entre los motivos de preocupación, el comercio es el rey. Hace ya dos años que Donald Trump ganó las elecciones estadounidenses con su retórica nacionalista y su odio por los coches alemanes que circulan por las calles de Nueva York. Pero solo ahora parece obvio que los tambores de guerra comercial van en serio. Trump ha anunciado aranceles sobre productos chinos por valor de 260.000 millones de dólares provocando la respuesta inmediata de las autoridades de Pekín, que anuncia barreras para importaciones de EE UU por valor de 110.000 millones. Estos aranceles afectan ya al 2,5% del comercio mundial, según ING. “El mayor riesgo radica en un aumento generalizado de los aranceles impuestos por EE UU contra los principales bloques económicos, despertando una fuerte respuesta de China y de la UE”, alerta un informe de BBVA Research. Como dijo la directora gerente del FMI antes de partir hacia Bali, “la retórica está convirtiéndose en realidad”.

Ante estos riesgos, el Fondo tiene sus recetas. Pide a los países que considera “afines” que impulsen acuerdos comerciales por su parte, dejando atrás a los más reacios a colaborar. Y propone reforzar las normas del comercio internacional para diluir los efectos perjudiciales de los subsidios estatales.

Pero lo cierto es que esta realidad ya está provocando un decaimiento en la actividad mundial. Es seguro que el FMI rebajará esta semana su perspectiva de crecimiento global para este año, ahora en el 3,9%. Y la misión que visitó Madrid la semana pasada anunció que lo mismo ocurrirá con sus previsiones para España, que en 2018 pasarán del 2,8% al 2,7%. El año próximo se mantendrán en el 2,2%: aún por encima de la media europea, pero en una línea claramente descendente.

Hay señales, por tanto, de que el crecimiento mundial se ha estancado. Y de una cierta desincronización entre las economías avanzadas y en desarrollo. El reto de los emergentes se ha hecho más visible en los últimos meses con los problemas de países como Turquía, Argentina, Brasil o Suráfrica. Esta crisis, por el momento, ha tenido un efecto contagio muy limitado. Pero en el FMI alertan de que esto puede cambiar rápidamente.

No son los únicos nubarrones de los que se hablará en Bali. También preocupa el endurecimiento de las condiciones financieras en EE UU, que llega de la mano de la revalorización del dólar y de las continuas subidas de tipos de interés. A juzgar por las palabras del presidente de la Reserva Federal, estas alzas van a continuar una larga temporada. Jerome Powel sugirió la semana pasada que ve margen para que los tipos pasen del 3%. Un salto gigantesco si se recuerda que hace tres años rondaban el 0%.

El FMI detecta además otro riesgo contra el que hay que luchar: la pérdida de confianza en las instituciones en un número creciente de países. El éxito de líderes populistas en lugares tan distantes como EE UU y Filipinas —y ayer mismo en Brasil— tiene factores muy distintos, pero en el organismo con sede en Washington ven algunos patrones comunes que explican la pérdida de confianza en las instituciones: desde los amplios grupos sociales que se han quedado al margen del bienestar hasta los coletazos de la crisis financiera que estalló hace diez años, pasando por la corrupción. La única llave para luchar contra este deterioro institucional es, según dijo Lagarde la semana pasada, “invertir en personas: salud y educación”.

Fuente: El País