Durante años las grandes compañías tecnológicas han sido objeto de admiración y envidia. Pero las cosas están cambiando. Cada vez se levantan más voces poniendo en cuestión que sus efectos sobre la sociedad en general, y en la economía en particular, sean beneficiosos. Un artículo reciente en The Economist acusaba directamente a las empresas tecnológicas de ser BAADD: B (big) por grandes, la primera A por Anticompetitivas y la segunda por Adictivas, y las dos D, por Destructivas de la Democracia.

Últimamente están en las noticias por las multas que reciben, y el Parlamento Europeo está discutiendo un impuesto sobre las ventas que ponga coto a la evasión rampante a los paraísos fiscales. En definitiva, cada vez son más las voces que están a favor de controlarlas.

El problema no es necesariamente que sean grandes, que es de lo que se acusa a los monopolios tradicionales. Por ejemplo, Apple es la empresa más grande según su valor en Bolsa. Y lo es porque hace cosas que la gente quiere, y por eso, porque las quiere está dispuesta a pagar, aunque sus productos sean más caros que los de la competencia. Las que preocupan son Google, Facebook y Amazon.

Preocupan porque a menudo se benefician de exenciones legales de todo tipo. Por ejemplo, a diferencia de los editores de libros –que sí son responsables de lo que publican– a Facebook y Google muy rara vez se les ha exigido responsabilidades por lo que se publica en sus medios. Durante años los compradores de Amazon en EE UU no pagaban IVA. Estos tres grandes realmente no es que no operen en mercados competitivos. Más bien ellos mismos son el mercado. Ellos proporcionan la infraestructura (o las “plataformas”) que sustentan la economía digital.

Con lo poderosos que ya son en la actualidad su valoración en Bolsa sugiere que los inversores cuentan con que duplicarán o triplicarán su tamaño en la próxima década. Es cierto que el desplome de Facebook tras la publicación de la utilización hecha de sus datos por Cambridge Analytica puede cambiar las cosas, pero tampoco está claro. Las trampas en las emisiones de Volkswagen se tradujeron en un susto al principio, pero al final sus consecuencias fueron bastante menores.

Tanto Facebook como Google o Amazon son tan poderosas porque se benefician de lo que se conoce como “efecto red”. Cuanto más grandes mejor. De acuerdo con algunas estimaciones, Amazon controla el 40% del comercio electrónico en EE UU. En algunos países Google procesa más del 90% de las búsquedas de internet. Facebook y Google controlan dos tercios de los ingresos por publicidad en la red.

El problema es que no es fácil defender que pueden perjudicar a los consumidores. ¡Cómo les van a perjudicar si ofrecen los servicios “gratis”! Al menos aparentemente, porque todos sabemos que no es así. Y para los que no lo sabían, ahora ya lo saben. Los usuarios “pagan” proporcionando información. Por otra parte, las empresas se defienden argumentando que cualquier startup podría hacerlas desaparecer, lo que es cierto. Hay múltiples ejemplos de empresas que en su momento fueron líderes del mercado y de las que ahora ya no se acuerda nadie. Sin embargo, la percepción que se tiene no es esa. Facebook no es solo propietaria del mayor conjunto de datos personales que haya existido nunca. Tiene también el mayor “grafo social”. Es decir, no solo tiene la lista de sus miembros, también tiene información sobre sus conexiones. Y de esto precisamente se ha aprovechado Cambridge Analytica.

De seguir así las cosas el resultado más probable es que los consumidores pierdan porque las empresas tecnológicas serán menos dinámicas; menos dinero irá a las startups; los gigantes seguirán comprando las mejores ideas y seguirán quedándose con los beneficios.

La Comisión Europea ya ha acusado a Google de aprovecharse del control que tiene de Android –su sistema operativo– para favorecer sus propias aplicaciones. Facebook sigue comprando empresas que podrían hacerle competencia en el futuro, como Instagram o WhatsApp. Y Amazon está expulsando del mercado a empresas de comercio minorista, desde electrodomésticos a alimentación.

A los monopolios tradicionales se les combate de dos formas. Una es troceándolos para reducir su tamaño. La otra es regularlas como empresas proveedoras de servicios públicos, como la electricidad, el agua o el gas. Sin embargo, esta segunda alternativa es difícil de aplicar porque la mayoría ofrecen sus servicios “gratis”, sin cargar un precio explícito. Por otra parte, si se intentara reducir el tamaño el riesgo es acabar con las “economías de escala” que son las ventajas que tienen precisamente por su tamaño, empeorando los servicios que se ofrecen a los consumidores.

Se barajan dos soluciones. La primera, aprovechar mejor las posibilidades que ofrece la legislación actual a favor de la competencia. Por ejemplo, estudiar en detalle las fusiones y adquisiciones. Si se hubiera hecho en su momento seguramente no se habría aprobado la compra de Instagram por Facebook; o la de Waze (GPS) por Google, aunque siempre quedará la duda de qué hubiera ocurrido con ellas si no las hubieran comprado.

La segunda alternativa es repensar el funcionamiento de las empresas tecnológicas. El punto central es reconocer que los datos personales son la moneda con la que se pagan sus servicios. Estas empresas reciben información muy valiosa de los gustos, preferencias y hábitos de compra de sus usuarios, y también de sus amigos. En el fondo, lo que hace falta es dar a los usuarios el control sobre la información que suministran.

Por ejemplo, un usuario podría libremente autorizar el uso de sus datos en tiempo real a otras empresas, no solo a la que le provee el servicio. Otra posibilidad es que los reguladores obliguen a las plataformas a ofrecer a sus competidores la información anonimizada a cambio de una remuneración. Estos mecanismos facilitarían que la información que ahora mismo solo ellos controlan favorezca la competencia y la innovación.

Precisamente, el premio de la Fundación BBVA Fronteras del Conocimiento de Economía de este año ha recaído en tres economistas que plantean soluciones a este tipo de problemas tan complejos. Algo habrá que hacer. Con esto, y con sus prácticas en paraísos fiscales.

Matilde Mas es catedrática de Análisis Económico en la Universidad de Valencia y directora de proyectos internacionales en el Ivie

Fuente: Cinco Días