Mientras los estudiantes y los obreros convocaban en Francia una gigantesca huelga general, en 1968 en España había pequeños conflictos laborales y numerosas —aunque minoritarias— manifestaciones universitarias (saltos, asambleas y encierros). La política económica continuaba arrastrada por los efectos del Plan de Estabilización de 1959. Nuestro país vivía en el desarrollismo (crecimiento sin libertades), crecía a una tasa media anual superior al 7%, y la cifra de paro permanecía maquillada porque alrededor del 10% de la población activa había emigrado fuera de las fronteras.

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El concepto de moda era el de planificación. Con dos décadas de retraso, motivadas por las secuelas de la Guerra Civil, se convenía en aquello que escribe el historiador Tony Judt en su monumental Postguerra (editorial Taurus): “En una cosa estaban todos de acuerdo (…): la ‘planificación’ (…). Para que la democracia funcionara, para que recuperara su atractivo, debía planificarse”. España iniciaba en 1968 su segundo Plan de Desarrollo Económico y Social, determinando los nuevos polos de desarrollo, y dirigido por el ministro de Planificación y Desarrollo, el opusdeista Laureano López Rodó.

Los ciudadanos que protagonizaron aquellos tiempos y hayan sobrevivido están hoy en la edad de jubilación. Se encuentran con que no sólo la planificación no existe sino que es de mal gusto mencionarla (y mucho más difícil de aplicar en el marco de referencia de la globalización). No es sólo que no haya planificación (indicativa, por supuesto), sino que tampoco hay Presupuestos Generales del Estado, el principal instrumento de la política económica de cualquier Gobierno, mucho más cuando la política monetaria nacional ha sido cedida al BCE. En esta legislatura, los ciudadanos han asistido a dos prórrogas presupuestarias, y hay apuestas sobre si habrá Presupuestos en 2019, año salpicado por elecciones europeas, municipales y autonómicas. Al menos.

Tampoco saben, a día de hoy, qué pasará con la cuantía de sus pensiones públicas. Se les había dicho que subirían el 0,25% (con lo que perdían poder adquisitivo, dada la inflación) y que no era posible incrementarlas más si se quería mantener la sostenibilidad del sistema. Pero ahora parece que una buena parte de esas pensiones, las más bajas, subirán un 3%, lo que significa que no estarán determinadas ni por el índice de precios al consumo ni por el factor de sostenibilidad. La realidad les ha demostrado que saliendo a la calle y protestando, sus pensiones estarán vinculadas a los intereses partidistas de quien gobierna.

En cuanto a lo que poco que se sabe de los Presupuestos, se podía resumir en el balance del economista Daniel Fuentes en su artículo Presupuestos 2018: sí o no al país del 38% (Agenda Pública): tenemos el mayor déficit público de la UE, con la recaudación fiscal en el furgón de cola de la eurozona y la inversión pública en mínimos históricos (1,9% del PIB)… pero competimos por revalorizar las pensiones al tiempo que bajamos los impuestos. “Luego diremos que los populistas son los otros”.

Seguramente tendremos que recuperar —y actualizar— la canción de Manuel Illán El hombre del 68 en el 93.

Fuente: El País