Hace algunas semanas, andaba yo siguiendo, distraídamente, un episodio de la celebrada serie norteamericana Mad Men cuando reclamó mi atención un diálogo en apariencia irrelevante. En un momento dado del episodio, la protagonista femenina de la serie paseaba, acompañada de un conocido, por delante de una tienda de antigüedades. Una espectacular chaise longue victoriana despertó su curiosidad e hizo que se detuviera, entre fascinada e intrigada, ante el escaparate en el que aquella se encontraba expuesta. Al percibir su gesto, el acompañante se ofreció para explicarle la función que cumplía en la Inglaterra de la reina Victoria el aparatoso mueble: en aquella época las mujeres sufrían frecuentes desmayos, debido a la enorme presión a la que sometían su cuerpo con ceñidísimos corsés, lo que las obligaba a tener que estirarse para recuperar el aliento y aliviar la sensación de ahogo.

Hasta aquí nada digno de destacar en el diálogo. La cosa empezó a resultarme sorprendente cuando la protagonista le formuló al hombre con el que paseaba una pregunta que me pareció, de puro obvia, fuera de lugar: “Y usted, ¿cómo lo sabe?”, inquirió. Menuda pregunta, pensé espontáneamente. Ahora le dirá, intenté anticipar, algo parecido a “lo leí en un libro de historia”, “me lo contó un amigo médico especializado en aparato respiratorio” o “es una cuestión de cultura general” (aunque esta última respuesta, a pesar de resultar tan o más lógica que las dos anteriores, la descarté por demasiado abrupta). Pero no. Todavía no me había recuperado de mi sorpresa por la pregunta de la mujer cuando la contestación de su acompañante no hizo más que incrementar mi inicial estupor. Porque le respondió, con el aire de quien hace pública la resolución de un complicado enigma: “Cuando era joven, durante un tiempo trabajé en una empresa de mudanzas”. Y por si todo lo anterior hubiera sido poco y como remate del singular diálogo, tras escuchar tales palabras ella asintió con un elegante gesto de cabeza que daba a entender que consideraba perfectamente satisfactoria la respuesta, cambió de tema y continuaron con su paseo como si tal cosa.

Hay algo, a mi juicio, profundamente significativo en esta conversación. Algo relacionado con el saber y con el conocimiento, con la curiosidad y con la ignorancia. Ya sé que en nuestros días la misma protagonista, ante una situación idéntica, hubiera acudido a su ordenador y hubiera tecleado en el buscador las palabras clave para averiguar la historia y función de este tipo de muebles. Pero semejante cambio en la manera actual de resolver la curiosidad no debería apartar nuestra atención de lo que quizá resulte realmente importante, que no es otra cosa que la cuestión de qué valor le atribuimos a todo eso que sabemos (o podríamos saber), pero que en primera instancia no parece cumplir ninguna función, tener ninguna utilidad, servir para nada en definitiva.

Lo que proporciona la medida y, si no constituye una contradicción en los términos hablar así, la calidad de la ignorancia de la protagonista de la serie no es tanto el hecho de que desconociera el uso que en la época de la reina Victoria hacían las mujeres de sus chaise longue (de hecho, ser consciente de su propia ignorancia le habría honrado) como el que encontrara normal que el tipo de conocimientos de que hacía gala su interlocutor solo se obtiene de una manera casual, por no decir directamente rocambolesca (¡trabajando en una empresa de mudanzas!). Quedaba claro que excluía por completo la posibilidad de que su acompañante hubiera obtenido noticia de otra manera, como podría ser, pongamos por caso, a través de estudios reglados, o como resultado de su curiosidad desinteresada por determinados periodos del pasado.

Quien manda decide no sólo lo que debemos ignorar, sino también lo que ni siquiera resulta merecedor de nuestra curiosidad

Subyacía en la actitud de ella un inequívoco desdén hacia determinados saberes que, por desgracia, ha terminado por resultarnos extremadamente familiar, también en estas latitudes. Porque es el mismo desdén que encontramos con demasiada frecuencia en nuestros días, no solo entre la gente común, sino también en las más altas esferas, autoridades educativas incluidas. Ha calado finalmente en nuestra sociedad el mensaje de que tan solo son dignos de ser transmitidos aquellos saberes y conocimientos que nos resulten de ayuda para determinados fines. De hecho, según The World Economic Forum las tres habilidades clave para encontrar trabajo en 2020 serán la capacidad para resolver problemas complejos, el pensamiento crítico y la creatividad. En consecuencia, los estudiantes de hoy deberían ser adiestrados de tal manera que supieran manejar las variadas herramientas que les permitieran enfrentarse en condiciones a dificultades de muy diversa índole, y salir airosos de todas ellas.

Algunos de quienes defienden tales tesis incluso se permiten el adorno de añadir que en este nuevo contexto determinados saberes, como el que proporciona la filosofía, pueden jugar un papel fundamental. En efecto, los filósofos, con su acreditada capacidad para ponerlo todo en cuestión, suelen continuar, están llamados a desarrollar una actividad extremadamente importante (incluso en las empresas privadas). Tal vez tengan una parte de razón, pero dudo que, de tenerla, sea mucho más que una simple parte. Porque me resulta francamente dudoso que quienes así hablan esperen de veras que la capacidad crítica que proporciona la filosofía se aplique absolutamente a todo.

Y es que, en el fondo, actualizando la citadísima afirmación de Humpty Dumpty en Alicia a través del espejo según la cual el problema es saber quién manda, bien podríamos sostener que en este esquema con pretensiones de innovador lo que sea un problema, y por extensión aquello a lo que se aplica la crítica, lo decide el que manda. Que decide también, por exclusión y en el mismo gesto, no sólo lo que debemos ignorar, sino también lo que ni siquiera resulta merecedor de nuestra curiosidad.

Así, la protagonista de la serie, ella misma tan elegante, displicente e insustancial como una damisela victoriana cualquiera, era rigurosamente incapaz de hacerse la que, con toda probabilidad, constituye la pregunta más importante: ¿debería preocuparme el perfil de mi propia ignorancia? Esa parece ser la cuestión que finalmente hoy está en juego. Con otras palabras, no tanto la magnitud del conocimiento disponible, que sabemos que no deja de crecer vertiginosamente y al que parecemos condenados a no dar alcance, sino la precisa y cambiante naturaleza de lo que ignoramos, así como la específica gestión que hoy tendemos a hacer de ello.

La cuestión que está en juego es, no tanto la magnitud del conocimiento disponible, sino la cambiante naturaleza de lo que ignoramos

Una última paráfrasis para concluir. A veces —en ratos muertos, mientras veo Mad Men, sin ir más lejos— me da por pensar si Marx, de vivir en estos días, hubiera cambiado su conocida formulación “los hombres solo se plantean los problemas que están en condiciones de resolver”, por esta otra, me temo que más preocupante: “Los hombres a menudo se llaman a engaño acerca de los problemas que no están en condiciones de resolver”.

Manuel Cruz es filósofo y portavoz del PSOE en la Comisión de Educación del Congreso de los Diputados.

Fuente: El País