Cuando en julio de 2012 el presidente del BCE dijo en la City londinense: “Haremos todo lo que sea necesario para preservar el futuro del euro, y créanme que será suficiente”, nadie imaginaba cuánta artillería tendría que disparar para ser realmente suficiente. Desplegó liquidez a manta, puso los tipos de interés en el 0%, cobró por los excedentes de tesorería depositados por la banca en su caja y compró deuda a mansalva de Estados y de empresas para aliviar sus balances, y todo ello sin calendario cerrado. Era la señal de Mario Draghi que todos los europeos estaban esperando porque nadie daba un duro por el euro, y los planes de contingencia de muchas empresas y algunos Estados por si había que volver a las monedas nacionales estaban avanzados.

Pero Draghi no esperó hasta el 26 de julio para viajar a Londres y soltar la bomba porque sí; lo hizo una vez que España, Rajoy, anunciara el día 11 un fuerte recorte de gasto público, con eliminación de una paga a los funcionarios, una rebaja de la prestación por desempleo, la eliminación de la castiza deducción por compra de vivienda y el incremento del tipo general del IVA desde el 18% al 21%. Draghi habló cuando España hizo lo que tenía que hacer para hacer sostenible el propio Estado, porque hasta entonces era el auténtico enfermo terminal de Europa y pocos fuera del país consideraban que pudiera salir adelante sin un rescate integral, añadido al que había solicitado en junio para recapitalizar las cajas de ahorros. Y nadie confiaba en la capacidad de España porque había acumulado uno de los niveles de deuda privada y público más descomunales del mundo. Las empresas, para ampliar inversiones; las familias, para costear casas compradas compulsivamente; los bancos, para atender la demanda no menos compulsiva de crédito privado, y el Estado, para nacionalizar la quiebra sucesiva de los agentes privados y atender el avance de los estabilizadores automáticos (desempleo) y la pérdida súbita de ingresos generados por la recesión (70.000 millones menos por la contracción de las bases imponibles). Haber vivido muy por encima de la capacidad de autofinanciación había puesto al país bajo sospecha, una condición que se ha ido relajando poco a poco con el activismo del BCE y unas pocas pero intensas reformas que han devuelto el crecimiento económico y el empleo.

La cuestión es si España puede sostenerse hoy si el expansionismo monetario se para, si las facilidades de crédito se contraen y si el coste de la financiación se dispara. En definitiva, ¿está España preparada para afrontar la subida de los tipos de interés que ya ha empezado al otro lado del Atlántico y que terminará llegando al Viejo Continente? ¿Han reducido convenientemente su deuda para soportar las facturas financieras el Estado, las empresas y las familias? ¿Hasta qué punto puede subir el precio del dinero? ¿Dónde está el umbral que hace insoportable el dolor?

La primera respuesta es que la sociedad española está mejor preparada para hacer frente a un shock de tipos que en 2012, pero en absoluto del todo preparada para cualquier tipo de shock. Para empezar, el volumen de endeudamiento, dependiente en buena parte de acreedores externos, no se ha reducido desde los máximos alcanzados en 2012, aunque sea relativamente menor sobre el PIB y los deudores hayan mutado.

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Sin contabilizar la deuda que la banca tiene con los mercados monetarios y el BCE y que tiene consideración de deuda externa (de la que hablaremos más adelante), la financiación a los sectores no financieros en España (Administraciones públicas, familias y empresas) es ahora de 2,75 billones de euros, solo 70.000 millones menos que los 2,82 billones de 2012. Puede parecer, sin embargo, que se ha hecho un gran esfuerzo colectivo de desapalancamiento por haber pasado del 271,2% del PIB en 2012 al 236,1% del PIB ahora, con una reducción de 35 puntos; pero podemos considerar que estamos donde estábamos en términos agregados, si bien es cierto que la capacidad colectiva de la economía para pagar la factura es mayor.

¿Cuánto puede elevarse la factura? Está por ver, primero, cuándo subirán los tipos, y segundo, en qué cuantía y con qué ritmo lo harán. Nadie cree que suban antes de 2019 en Europa, pero en EE UU ha cundido la alarma estas semanas por unos ligeros indicios de inflación a medio plazo. Si la subida es uniforme y solo inducida por el BCE, un desplazamiento de 100 puntos básicos (un punto porcentual) en todos los plazos de la curva de rendimientos costará a España casi 30.000 millones de euros al año; supondría nada menos que duplicar la factura total para Estado, empresas y familias. 30.000 millones más a pagar, y 30.000 millones menos para invertir o consumir.

Las expectativas de inflación en Europa son muy poco alarmistas, por no decir que aún inexistentes por las presiones deflacionistas globales. Por tanto, las subidas no serán nunca exageradas en los tipos. Pero si de unas tasas de inflación ligeramente inferiores al 2% se pasase al 4%, los tipos tenderían a alinearse y el coste de los créditos se desplazaría a guarismos similares. En tal caso, la factura para la economía española sería de más de 60.000 millones adicionales al coste actual. Un 5,5% del PIB, y una presión muy seria sobre la factura pública, la de las empresas y la de los hogares.
Un sobreesfuerzo que puede generar dudas sobre la capacidad de España y sus agentes para honrar sus compromisos financieros; si tal duda aparece, los financiadores pueden exigir a España una prima adicional, que encarecería más la factura. En tal caso, no hay duda: España no está en absoluto preparada para tal shock de tipos.

Por tanto, España tiene aún por delante uno o dos años para aplicarse más y más aceleradamente en reducir sus pasivos financieros. Uno de los mecanismos más socorridos para reducir la deuda y hacerla financiable es generar inflación, puesto que engorda nominalmente la renta de los agentes económicos, mientras que la deuda y su coste siguen estancados; además, la capacidad general de una economía de soportar una deuda se incrementa porque si el deflactor de la producción eleva el PIB a precios de mercado, la cantidad a devolver a los acreedores siempre será inferior en términos relativos. Esa causa tan simple es la que hace que aparentemente en los últimos cinco años España haya reducido su deuda relativa del 271% al 236% del PIB.

Pero si ese mecanismo supuestamente indoloro de reducir la deuda agregada en una economía cerrada tiene sentido, carece de él en una globalizada. La generación de inflación es la señal ineludible para que los bancos centrales, y los mercados financieros antes que él, suban los tipos de interés y encarezcan la factura anual por los préstamos dispuestos. Por tanto, el único camino que lleva al alivio de la deuda es reducirla por la amortización de toda la vida, y contribuir a mantener en la medida de lo posible los tipos de interés estables.

La vía de la reducción estricta de los volúmenes del pasivo ha tenido éxito desigual en España según los agentes económicos. Los agentes privados, empresas y familias se han deshecho de más de medio billón de euros de préstamos en los seis últimos años, pero las Administraciones públicas no han podido hacer lo mismo, entre otras cosas porque han tenido que absorber buena parte de las deudas privadas socializadas por la crisis.

Las Administraciones públicas comenzaron el ciclo recesivo con una deuda de 384.000 millones, solo el 35,55% del PIB, y en un avance todavía no interrumpido (no lo hará hasta que desaparezca el déficit fiscal, que ahora ronda el 3% del PIB) ha llegado a 1,14 billones de euros, el 98,02% del producto, según los datos del Banco de España. El avance ha sido de 758.000 millones de euros, unos 76.000 millones al año o 6.300 millones al mes (un billón de las antiguas pesetas), un ritmo que no han superado en la UEni siquiera los países cuyo Estado fue rescatado. Un ejercicio de socialización de la deuda, que también puede interpretarse como un traspaso a los contribuyentes del futuro de las cargas financieras.

Con estos recursos ajenos, una subida de un punto en todos los plazos de emisión costaría a los contribuyentes unos 11.000 millones al año una vez refinanciada al completo, aunque tal ejercicio tarda en completarse unos seis años (vida media de la deuda viva). De producirse ahora tal subida de tipos, cogería al Estado a medio camino en su ejercicio de desapalancamiento, pues aún tiene el déficit en el 3%, y dificultaría el abandono de la vigilancia europea. Además, comprometería la inversión pública que debe retomarse una vez saneadas las cuentas.

La deuda es siempre un adelanto en el tiempo del crecimiento, tanto como hacer hoy con dinero que pagaremos mañana lo que podríamos hacer mañana sin habernos endeudado hoy. Pero eso es en condiciones normales y si se ha utilizado para desarrollo y equipamiento que ensanchen el crecimiento potencial de la economía, en cuyo caso tiene justificación. Pero en el caso de España una parte de la deuda acumulada es para pagar excesos de valoración de activos y crisis bancarias, y si nos atenemos a la generada en los últimos meses, para pagar parte de las pensiones que no se costean con cuotas.

Las empresas y las familias, sin embargo, sí han hecho sus deberes, sí se han preparado para la subida de tipos, que se adivina para dentro de un año. Las corporaciones han reducido su endeudamiento desde 1,261 billones de euros en 2008, cuando estalla la crisis (el 113% del PIB), hasta 894.000 millones en diciembre pasado (76,7% del PIB). Un descenso de 367.000 millones y 35,6 puntos del PIB, hasta dejar la factura en cantidades más soportables.

Las familias, por su parte, con menos capacidad de desapalancamiento, han pasado de algo más de 900.000 millones de euros (el 83,4% del PIB) en 2009 a los 704.390 millones actuales (el 60,4% del PIB); un descenso de 204.000 millones y casi 23 puntos de PIB. El pasivo es escasamente la mitad del activo de los hogares, e incluso es inferior al patrimonio que en depósitos bancarios tienen ahora los españoles.

Por tanto, aunque la capacidad de generar ahorro sigue en cuestión, la de devolver la deuda y su servicio está fuera de duda, incluso aunque haya subidas significativas de los tipos de interés. Entre otras cuestiones porque ya hoy hay dos millones de personas más con empleo y renta que en 2013.

Una subida de un punto en la deuda de las empresas les costaría unos 9.000 millones más en la cuenta de resultados, mientras que a los hogares les supondría unos 7.000 millones. Hay que recordar que la deuda familiar está en su mayoría indizada al euríbor, más sensible a los movimientos del BCE que a los del mercado de deuda.

España, con muy poco ahorro interno, tiene la dificultad añadida de la elevada dependencia de los financiadores externos. El crecimiento de la deuda externa ha sido vertiginoso durante los años previos a la crisis para sostener el crecimiento desaforado del crédito, y se ha intensificado con la recesión para atender la deuda del Estado, que llega cerca del 100% del PIB, y más de la mitad la tienen fondos no residentes. Es cierto que en los últimos cinco años la economía ha registrado superávit corriente y ha podido reducir tal dependencia neta; pero aún hoy tiene una deuda externa bruta de 1,91 billones de euros (una parte importante es inversión externa directa), que tiene que ser refinanciada periódicamente por el Tesoro, las empresas y los bancos.

Los tipos de refinanciación los marca el mercado, y lo hará en función de la seguridad que tenga en la capacidad de España para hacerlo sin dañar su crecimiento. Lógicamente, España y sus agentes económicos residentes también tienen deuda emitida por deudores externos, hasta el punto de que la deuda externa neta, lo que se conoce como posición internacional de inversión, es de casi un billón de euros (997.000 millones ahora). Es el 86,6% del PIB, una proporción que se reduce en los últimos años por la generación de capacidad de financiación citada (estuvo en el 98,9% en 2015), pero que sigue alejada de lo que Europa considera óptimo para encajar shocks financieros: el 35% del PIB. Alemania tiene una posición positiva del 50% del PIB, y Francia la tiene negativa, pero cerca de un tercio del desequilibrio español.

Fuente: El País