Europa está hecha de sueños pero funciona con reglas e instituciones, los materiales con los que se apuntala lo onírico desde la política. Con la constitución del nuevo Parlamento Europeo el 2 de julio en Estrasburgo ha comenzado una legislatura en la que la defensa del modelo europeo y de las reglas y acuerdos democráticos sobre los que reposa van a centrar su actividad política.

Un modelo de libertad y derechos individuales plenos fundamentado en la economía social de mercado, de competitividad compatible con el respeto de los derechos sociales y con el desafío de la sostenibilidad en todas sus dimensiones. El gasto social europeo equivale al 30% del producto total de la Unión Europea (UE) y, aunque solo somos el 6,6% de la población del planeta, representa el 50% del gasto social mundial. Los grandes retos a los que se enfrenta Europa están más vinculados que nunca a las consecuencias de una globalización que no solo se está acelerando sino mutando. Una Europa que en su interior no es inmune a las grandes tendencias centrípetas.

Podría parecer que asistimos al ocaso de un orden internacional con reglas comunes e instituciones que asignan derechos y límites al ejercicio del poder, basados en un consenso que fue global de normas y valores. Pero no es así. El multilateralismo, al margen de su salud, constituye una absoluta necesidad. También lo es un ordenamiento que promueve el cumplimiento del derecho internacional y que servía, y debe servir además, como red de seguridad común y como sistema de solidaridad en caso de emergencia. Lo mismo puede decirse del establecimiento de un marco que supo identificar al verdadero enemigo y trabajar conjuntamente, como ha recordado con clara nostalgia Máriam Martínez-Bascuñán con motivo del 75º aniversario del desembarco de Normandía. La soledad de la UE ante la deriva de EE UU es más que preocupante.

El Brexit y auge del populismo, el desplazamiento hacia el Pacífico del centro de gravedad de la geopolítica y economía globales, y el debilitamiento del espacio Atlántico son solo parte de las amenazas que acechan al proyecto de Europa.

La guerra comercial y tecnológica entre EE UU y China ha devenido ya en un enfrentamiento comercial global que se libra desde el unilateralismo y el combate cuerpo a cuerpo. La creciente disputa energética global se adivina similar. Y lo más grave es que a los enemigos del sistema el recurso a la amenaza les sirve, como demuestra el éxito logrado por Donald Trump en México, mientras que, por ejemplo, la lucha contra el cambio climático se estanca por la debilidad multilateral.

En el ámbito económico, la crisis de 2008 generó una profunda recesión que ha transformado el sistema productivo global. Sin embargo, el nuevo unilateralismo irresponsable se ha marcado como objetivo atajar las limitadas medidas desplegadas coordinadamente desde entonces para corregir los desequilibrios generados por la desregulación financiera, el riesgo de nuevas burbujas y la inestabilidad provocada por la financiarización de la economía.

Lo más grave de la crisis y guerras comerciales y económicas ha sido la deslegitimación de las instituciones democráticas, tanto como la del orden multilateral que surgió tras la II Guerra Mundial. Parece increíble pero China, EE UU y Rusia reman ahora en esa dirección. Para Europa la destrucción de las reglas es doblemente grave. En primer lugar, porque Europa solo tiene una manera de entender y de relacionarse con el mundo: desde el multilateralismo y el respeto y cumplimiento de las leyes y reglas internacionales.

Europa corre el riesgo de quedarse sola defendiendo el cumplimiento de las reglas, cuando claramente depende de ese marco. Destruir el multilateralismo y las reglas es destruir Europa. No en vano, el incumplimiento de las reglas es el mejor método de aniquilación de cualquier democracia. Han bastado dos años de viraje estadounidense para que un nuevo e inquietante panorama global comience a reconocerse.

Europa es el gran contrapoder del autoritarismo, del unilateralismo y de la ley del más fuerte. El delicado equilibrio europeo basado en reglas es también el sueño de la igualdad en libertad y democracia, y el de una sociedad abierta. Esa es la única identidad por la que merece la pena luchar.

En segundo lugar, porque Europa desea sostener su modelo de bienestar, seguir erradicando la desigualdad y garantizar oportunidades para todos. Para ello, con sus reglas y desde sus instituciones, aspira a seguir defendiendo el comercio internacional, regular las actividades de las multinacionales y combatir la evasión fiscal, por ejemplo.

En este contexto, mientras se resquebrajan las reglas, la sociedad europea no es plenamente consciente de la dimensión y profundidad de las implicaciones tecnológicas y energéticas que ha adquirido la globalización. Y no solo porque puede resultar heroico acometer determinados retos como el climático con herramientas tan devaluadas como el multilateralismo. La transición hacia una economía verde va a ser muy difícil si Europa no recupera parte del liderazgo perdido en materia de digitalización y transformación tecnológica

—inteligencia artificial, computación cuántica— y energética —captura de carbono, baterías y acumulación— e innovación sin discriminación de tecnología alguna. Y ello exige más y mejores políticas europeas. Europa se está quedando atrás en capacidad innovadora frente a China, Asia e incluso EE UU, perdiendo competitividad mientras la productividad languidece.

La profundidad de las transformaciones y el cada vez más evidente retraso de la UE en algunos campos no son compatibles con el mantenimiento del modelo europeo. La disrupción tecnológica en el mercado de trabajo lo va a transformar totalmente, obligando a repensar los sistemas de prestaciones sociales, y a desplegar políticas radicalmente diferentes para garantizar los niveles de igualdad y bienestar conforme a los cánones europeos.

La destrucción de las reglas multilaterales, el totalitarismo y debilitamiento de la democracia, la digitalización y globalización en todas sus dimensiones —tecnológica, energética—, la pérdida de competitividad y el auge económico de Asia, y lo que Manuel Muñiz y José María Lassalle han calificado respectivamente como “autocracias tecnológicas” y “ciberleviatán”, así como una vecindad cada vez más inestable —Rusia, norte de África, Oriente Próximo— dibujan un porvenir alarmante que solo podremos afrontar, y quizás liderar, si lo hacemos conjuntamente desde los principios y valores de una Unión Europea que debe reaccionar.

Juan Moscoso del Prado es responsable de asuntos públicos en Deusto Business School.

Fuente: El País