A usted también lo están observando. Sobre todo, si vive en Madrid. Según un informe de la consultora británica Comparitech, la capital de España está entre las cinco ciudades de la Unión Europea con mayor densidad de cámaras en la calle: hay 4,42 dispositivos cada mil habitantes. De acuerdo con el ranking de Comparitech, sólo Londres, Berlín, Varsovia y Viena tienen más cámaras por persona.

Pero una cosa es que te observen y otra que te vigilen. Para lo primero, basta con mirar. Para lo segundo, tienen que saber quién eres y eso sólo se consigue con tecnologías de reconocimiento basadas en inteligencia artificial. Según el consultor en protección de datos Isidro Gómez-Juarez, España tiene dos normas para proteger a sus ciudadanos frente a la vigilancia indiscriminada: el reglamento general europeo de protección de datos (más conocido como GDPR) y la legislación nacional de protección de datos personales. Aprobada en noviembre por el parlamento español y con carácter de ley orgánica, le dedica todo un artículo (el 22) a regular precisamente el tratamiento de datos «con fines de videovigilancia».

Según Gómez-Juarez, la normativa considera al reconocimento facial como una tecnología que genera datos biométricos y que exigen una protección superior «porque afectan a la esfera íntima del individuo». Gracias a esa categorización, antes de usar ninguna técnica de reconocimiento facial hay que hacer una «evaluación de impacto» para determinar si los datos estarán a salvo de accesos no autorizados (o de robos) y para evaluar el principio de proporcionalidad, entre otros factores.

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Ese principio de proporcionalidad es una de las claves por las que nuestras caras no están siendo registradas en todo momento. Gracias a él, el argumento de la seguridad (el más socorrido para instalar videovigilancia masiva) tiene que ser muy convicente para que se permita el menoscabo a la libertad de movimientos implícito en la grabación de imágenes. Como dice Gómez-Juarez, el derecho fundamental a la libre circulación sufre cuando proliferan las cámaras: «Uno no se comporta igual si sabe que lo están mirando».

Eso no quiere decir que en España no haya videovigilancia sino que sólo se permite cuando se argumenta bien. «En muchas calles de la ciudad de Madrid se han instalado sistemas de videovigilancia porque el nivel de delincuencia y de peligrosidad que había en las calles lo justifica, como por ejemplo la calle Montera», explica Gómez-Juarez. «Pero puede haber otras calles en las que las cámaras no tengan justificación».

La norma también impide que se usen los datos para un fin no previsto en la evaluación de impacto. Para entenderlo solo hay que imaginar un espectáculo deportivo filmado por cuestiones de seguridad. Con esa restricción legal, los responsables de las cámaras no podrán aprovechar las imágenes para analizar la frecuencia con la que los espectadores acuden al estadio, por ejemplo, o su forma de comportarse.

Una cosa es que te observen y otra que te vigilen.

Parece tentador pero Gómez-Juarez no tiene noticias de empresas que se hayan extralimitado con el manejo de los datos en contra de la normativa. Donde sí ha habido problemas, dice, es en la seguridad de las grabaciones. «Es muy importante que en estos sistemas se garantice la seguridad frente a ataques informáticos porque cuando alguien tiene acceso a estos datos se ponen en riesgo derechos y libertades de las personas, máxime cuando hay técnicas de reconocimiento facial que permiten identificar y observar hábitos».

El factor China

Que la información no termine en buenas manos es una de las preocupaciones de Steven Feldstein, autor del último informe sobre videovigilancia masiva del Carnegie Endowment for International Peace (CEIP). En su reporte, Feldstein destaca como una variable clave el país origen de la tecnología. España, como el resto de los miembros de la Unión Europea que figuran en su listado, tiene a China entre sus proveedores de software de reconocimiento facial y eso, al parecer, puede ser un problema. «Hay una vinculación muy potente entre los intereses de las empresas y los del Estado chino, cuya naturaleza autocrática debería hacer reflexionar a las democracias», explica Feldstein, que atribuye el riesgo extra de la tecnología china a la relación simbiótica que en el país asiático se da entre las empresas y su gobierno.

El ejemplo clásico de abuso es el de la empresa china que construyó el cuartel general de la Unión Africana en la capital de Etiopía, Addis Abeba. Aunque China (donde hay 9 de las 10 ciudades más videovigiladas del mundo) lo ha negado una y otra vez, desde la Unión Africana acusan a Beijing de montar un sistema de espionaje que estuvo cinco años en funcionamiento con micrófonos escondidos en las paredes y ordenadores enviando sus datos a servidores de China. 

Tal vez sean solo sospechas pero lo cierto es que entre los pocos países que no compran tecnología china, según el informe de Feldstein, aparecen Taiwán y Corea del Sur, dos naciones especialmente sensibles al poder que Beijing podría ejercer sobre ellas si tuviera la información adecuada. 

El negocio es la transparencia

Conscientes de estos temores, empresas de reconocimiento facial de otras partes del mundo están tratando de hacer girar su negocio en torno a la transparencia. Como explica a Retina Shaun Moore, CEO de la estadounidense Trueface, cuando vende el servicio de reconocimiento facial se asegura de que el software se ejecute en la infraestructura del cliente y los datos permanezcan bajo su control. «De esa manera le aseguramos la privacidad y la integridad de los datos, que nunca salen de la infraestructura diseñada por el propio cliente».

Se evita el abuso de otras potencias, sí, ¿pero cómo escapar del que un día puede hacer tu propio país? Según Feldstein, ese es el motivo por el que deberíamos estar dando el debate sobre la videovigilancia con reconocimiento facial ya, antes de que lleguen las posibles derivas de gobiernos autoritarios: «Cuando inventaron Facebook no había ninguna regulación específica en lo relativo a la privacidad o a la veracidad de la información pero ya hemos llegado a un punto en el que estamos viendo cómo los gobiernos autoritarios lo aprovechan para socavar el sistema democrático».

Fuente: El País