El dolor para millones de personas es igual que llevar dentro un campo de concentración. Una rutina de alambradas, desesperación y un insomne sufrimiento. La epidemia de los opiáceos en Estados Unidos deja un camposanto de 192 muertes diarias y un coste anual que supera los 100.000 millones de dólares (88.000 millones de euros), según la consulora Altarum. Desde 1990, unos 400.000 estadounidenses han muerto por sobredosis de estas sustancias. Ya sean prescritas por médicos u obtenidas de forma ilegal. Por situar ese túmulo en perspectiva, la interminable década de la guerra de Vietnam costó la vida a 58.220 americanos. En tiempos más actuales (2017), la carretera se cobra un peaje de 40.100 muertos.

Pero todo tiene un inicio. La epidemia empezó cuando la farmacéutica Purdue Pharma, propiedad de la familia Sackler, desarrolló el OxyContin, un analgésico basado en la oxicodona. La máxima autoridad sanitaria de Estados Unidos (FDA, por sus siglas en inglés) lo aprobó en diciembre de 1996. En términos de potencia, no tenía comparación con anteriores opiáceos. Los médicos empezaron a prescribirlo con irresponsabilidad. A los cinco años, las recetas se habían disparado de 670.000 a 6,2 millones. Para entonces, las ventas del OxyContin (conocido como Oxy) superaban los 1.000 millones de dólares anuales. Este estallido se fraguó con la ayuda de un ejército de vendedores que convencían a los médicos de la seguridad y eficacia del medicamento, regalos a los doctores, una intensa estructura de relaciones públicas y un despliegue lobista en Washington.

Solo entre 2000 y 2018, las farmacéuticas destinaron 3.300 millones de euros a estos grupos de presión. Los pacientes se engancharon rápidamente. Algunos galenos y familiares de enfermos que habían muerto por el uso de opiáceos alzaron la voz. Y en 2007, Purdue tuvo que pagar una multa de 634 millones de dólares por informar mal sobre los riesgos de adicción. Tres años más tarde, la versión original fue sustituida por una menos adictiva. Aunque el medicamento siguió consumiéndose.

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Entre medias, acorde con el Departamento de Justicia, se supo que la empresa conocía desde muy pronto que el Oxy se estaba esnifando e inyectando, pero lo escondió. Actualmente, 48 Estados junto a 500 ciudades, condados y gobiernos locales han denunciado a la farmacéutica, acusándola de propagar la epidemia empleando infinidad de malas prácticas. Purdue podría declararse en bancarrota. ¿Y la familia Sackler? En una entrevista en Vanity Fair, uno de sus miembros, David (tercera generación), defendía que “ellos no habían causado la crisis”. Apenas dos semanas antes de esta frase, Mike Hunter, fiscal general de Oklahoma, acusaba frente al juez al coloso farmacéutico Johnson & Johnson de engañar a los pacientes sobre los peligros de los opiáceos para tratar el dolor severo. “¿Cómo ha sucedido esto?”, se cuestionó el letrado republicano en el tribunal. “Tengo una respuesta de una sola palabra: codicia”.

Sin embargo, el problema no se explica solo señalando con el dedo. Es ininteligible sin el declive industrial, la inequidad creciente en Estados Unidos, la marginación o la desconexión con el entorno familiar y social. Ni tampoco sin el contrasentido público. “La FDA dice que ha aprendido la lección e impondrá normas más estrictas pero el año pasado, o sea, hace poco, aprobaba otro analgésico fuerte y muy controvertido: el Dsuvia, fabricado por AcelRx, que es mil veces más potente que la morfina”, critica Rajan Menon, investigador del Instituto Saltzman de Estudios sobre Guerra y Paz de la Universidad de Columbia.

Si siguen apareciendo opiáceos, si siguen prescribiéndose de forma incorrecta, la epidemia continuará. Un artículo de The New York Times revelaba que la mayoría de las mujeres que dan a luz con cesárea regresan a casa con una receta de un mes de opiáceos. “Y como hay cientos de miles de operaciones anuales: ¡esta forma de prescribir conduce a miles de nuevos adictos cada año!”, exclama Janet Currie, codirectora del Centro para la Salud y el Bienestar de la Universidad de Princeton. Parece que alguien hubiera instalado una cámara anecoica entre la economía y la sociedad. Silencio. “Hace falta una regulación que proteja a los consumidores en áreas donde son mal informados, que es lo que sucede con productos complejos como las drogas farmacéuticas”, defiende Nicholas Barr, profesor en la London School of Economics.

Golpe a la productividad

El peaje en vidas, hemos visto, resulta insoportable; el dolor de los números resulta enorme. “Los mayores impactos se sienten en la pérdida de productividad laboral, el aumento de los costes sanitarios y un incremento del gasto público”, desgrana Corey Rhyan, experto en opiáceos de la consultora sanitaria estadounidense Altarum. Además, esas muertes por sobredosis afectan, por desgracia, sobre todo a trabajadores jóvenes en sus años más productivos. Aunque la desesperación también se puede leer desde el otro lado de la página. Altarum calcula que los beneficios sociales de eliminar las sobredosis por opiáceos, los trastornos por su abuso y las muertes alcanzaron los 115.000 millones de dólares (101.000 millones de euros) en 2017, una cifra muy superior a los 95.300 millones de 2016.

Desde luego, monetizar el sufrimiento va contra la esencia humana, pero también es una vía para hacer tangible la epidemia. Porque se acerca a Europa. Están aumentando, según la OCDE, las muertes relacionadas con opiáceos en Suecia, Noruega, Irlanda, Inglaterra y Gales. La organización que agrupa a los países más ricos del mundo no tiene datos sobre España, aunque sí algunas pistas. La disponibilidad de esas sustancias aumentó un 19% entre 2011-2013 y 2014-2016. “Es un signo de alarma, pero no es suficiente, por sí mismo, para predecir una potencial crisis del opio”, aclara Stefano Scarpetta, director de Empleo, Trabajo y Asuntos Sociales de la OCDE. Sin embargo, ahí está, como un asesino a punto de ser descubierto por la luz de una farola. “Carecemos de estimaciones para Europa pero es probable que el coste económico, si surge una epidemia similar a la de Estados Unidos, sea del 2,8% del PIB europeo. La misma tasa que en el país de las barras y estrellas”, calcu­la el experto.

Este dolor en observación se deja sentir especialmente —según el trabajo Addressing Problematic Opioid Use in OECD Countries— en los parados y en quienes no tienen techo. En Estados Unidos, un 1% de aumento en la tasa de desempleo está relacionado con el 3,6% de incremento en la ratio de muertes por opiáceos. Y la drogadicción es un factor que contribuye a un entorno familiar inestable y a la pérdida del hogar.

Algo se ha resquebrajado dentro del hombre cuando quiere mitigar su desesperación con sustancias como el carfentanil, un compuesto para sedar elefantes. Hacen falta 13 miligramos si queremos tranquilizar a un paquidermo adulto. Pero bastan 0,5 miligramos para matar a un ser humano. En la primera mitad de 2017, más de 800 personas fallecieron por sobredosis de esta droga. A lo que se añade el “éxito” del fentanilo. Es un opiáceo sintético —cincuenta veces más potente que la morfina— cuyo consumo ilegal se ha disparado. “Cuesta producirlo más que la heroína, pero no necesita amapolas y se vende en cantidades pequeñas, así que resulta fácil de distribuir y es muy lucrativo”, relata Giles Alston, analista de Oxford Analytica. La sociedad se engancha y Estados Unidos destinará 7.000 millones este año para combatir la crisis. Una cifra insuficiente. Porque la epidemia, sostiene David Mark Walton, profesor de fisioterapia en la Universidad Western Ontario, “es un indicador de problemas sociales más profundos, como la estigmatización, el acceso a servicios de salud mental, la pobreza, el aislamiento, la criminalidad y la pérdida de conexión con las comunidades”. Es una imagen terrible que el único sentido que encuentran a sus vidas cientos de miles de personas sea una jeringuilla, una cuchara, una pastilla; y, en silencio: querer desaparecer.

Fuente: El País