La Unión Europea se enfrenta a varias crisis simultáneas: el Brexit, las tensiones en la eurozona, la fragmentación de la democracia liberal en Europa del Este y el crecimiento de los nacionalpopulismos. Estas crisis se pueden dividir en dos tipos con muy distintos orígenes.

El primer tipo de crisis son las económicas de naturaleza cíclica. Ejemplo de estas son las crisis bancarias en España e Irlanda y las crisis de deuda soberana en Grecia y Portugal de 2008-2012 (aunque ambas terminaran combinadas en un bucle diabólico). Carentes de política monetaria propia y restringidos, por varios motivos, en su capacidad en imponer cuantiosas pérdidas a los tenedores de deuda soberana o pasivos bancarios subordinados, España, Irlanda, Grecia y Portugal terminaron en programas de asistencia financiera que involucraban a las autoridades de la eurozona en la gestión de aspectos centrales de las políticas nacionales. La condicionalidad de los programas de asistencia afloraba un problema latente en la eurozona: la percepción por parte del electorado de falta de legitimidad democrática en Bruselas y Fráncfort.

Esta percepción cuarteó la estructura de los sistemas políticos nacionales y abrió los extremos del debate a variopintos empresarios políticos. El ataque a los partidos socialdemócratas y conservadores tradicionales era también un ataque a la Europa y la eurozona por ellos creada. Por ello, Syriza en Grecia, Cinco Estrellas en Italia y Podemos en España tuvieron como discurso inicial la crítica implacable a la Unión Europea y la eurozona en particular. Los partidos socialdemócratas y conservadores reaccionaron a estos ataques escorando hacia posiciones más críticas, incluso amenazantes, frente a Europa. Recordemos, en concreto, los primeros seis meses de la política del PP en España a comienzos de 2012. Pero la paradoja es que la exigencia de las élites políticas de los países en crisis era precisamente la de una profundización de las instituciones europeas para socializar los problemas nacionales y trasladarlos al ámbito europeo. Si tal socialización no se producía mediante la imposición de pérdidas a los bonistas, se tenía que completar mediante la transferencia de pérdidas a un hipotético contribuyente europeo. La lógica de esta idea era un sinsentido. ¿Por qué iba la élite política alemana a imponer pérdidas a sus contribuyentes cuando no estuvieron dispuestos a imponer esas mismas pérdidas al accionariado de los bancos alemanes que habían invertido en deuda soberana griega o bonos de instituciones financieras españolas? El temor a que esto sucediera llevó al surgimiento de corrientes políticas críticas con el proyecto europeo en Alemania, Holanda y Finlandia.

Las crisis cíclicas, con toda su crudeza y cicatrices, son transitorias. A veces, en su resolución, incluso se avanza en crear mejores mecanismos de gestión de futuros problemas, como ha sido la unión bancaria. Pero, circulando por debajo de las crisis cíclicas, agravándolas en sus consecuencias económicas y políticas, nos encontramos el segundo tipo de crisis a las que nos referíamos anteriormente: las estructurales, más profundas y de más difícil encaje.

La primera crisis estructural es que Europa, al igual que Estados Unidos y Japón, se ve afectada por la globalización y automatización que han minimizado a la industria como fuente de empleo. Estas dos fuerzas son irresistibles y las políticas económicas destinadas a deshacerlas son contraproducentes en el corto plazo e inútiles en el largo. La industria es el nuevo sector agrícola: un empleador residual a no ser que un país esté dispuesto a una política de deflación sostenida. Esta opción, combinada con la excelencia en ingeniería, ha sido la ruta elegida por Alemania durante los últimos 20 años, pero es de imposible generalización a todos los países por una mera restricción agregada. La posibilidad de que los avances en inteligencia artificial desplacen también a trabajos en los servicios sugiere que esta crisis de la globalización y automatización puede recrudecerse en los próximos años.

La segunda crisis estructural, que Europa comparte con Japón, pero menos con Estados Unidos, es el cambio demográfico. La caída de la fertilidad y el envejecimiento de la población hace insostenible el Estado de bienestar construido después de 1945 a no ser que se produzcan ganancias de productividad total de los factores inauditas o que haya cambios radicales en la política de inmigración. La primera solución es difícil de ver, dada la triste experiencia europea en este frente desde 1985. La segunda alternativa encara tres obstáculos fundamentales. Primero, en Estados de bienestar muy redistributivos, los efectos presupuestarios intertemporales netos de la inmigración son ambiguos o, en todo caso, reducidos. Segundo, los deseos de una parte considerable del electorado de mantener un grado de homogeneidad de identidad. Tercero, y relacionado con el obstáculo anterior, los a menudo minusvalorados problemas de gestión de las sociedades multiculturales.

¿Cómo puede la Unión Europea enfrentarse a este triple reto de la globalización, robotización y cambio demográfico? Aunque tales retos requieren de una estrategia coherente a lo largo de dimensiones, una columna fundamental de tal estrategia es una reconsideración del Estado de bienestar, tanto en lo que se refiere al nivel y diseño de las prestaciones sociales para proveer de incentivos al ahorro, la acumulación del capital humano y la búsqueda de empleo. Nuestro Estado de bienestar está pensado para asegurar al trabajador de shocks económicos transitorios, alisar su consumo a lo largo del tiempo y facilitar el mantenimiento de la demanda agregada. En cambio, los shocks estructurales que hemos descrito son permanentes, no transitorios, y requieren instituciones redistributivas distintas que incentiven a una readaptación flexible, por ejemplo, con políticas activas de reinserción y de educación continua. Este es un tema de tal calado que lo trataremos en un artículo por separado.

Aquí, sin embargo, cerraremos con la pregunta: ¿por qué hay una relación entre la Unión Europea y el rediseño del Estado de bienestar? Primero, porque dada la naturaleza del mercado único es difícil ver cómo los distintos miembros de la Unión Europea pueden tener instituciones distintas en el mercado laboral, prestaciones sociales e inmigración. Segundo, porque la eurozona elimina la política monetaria propia y limita la discrecionalidad fiscal de los países miembros. La Unión Europea introduce dinámicas uniformadoras en un Estado de bienestar que es, sin embargo, de diseño nacional y refleja problemas de economía política locales. Todo esto sin olvidar que las élites políticas nacionales sufren la tentación de culpar a Bruselas de todo lo habido y por haber para evitar sus responsabilidades. Esta tensión subyacente en la Unión Europea, correctamente identificada por muchos populistas, solo va a empeorar con el tiempo a menos que afrontemos sustanciales reformas institucionales. ¿Sorprende por tanto la profunda crisis de la Unión Europea?

Jesús Fernández-Villaverde es profesor en la Universidad de Pensilvania y Tano Santos en Columbia Business School.

Fuente: El País