Despacho Oval, 22 de febrero. Donald Trump se encuentra reunido frente a las cámaras de televisión con su máximo representante en materia de comercio, Robert Lighthizer, y con el enviado de Pekín para lidiar en las cruciales negociaciones económicas con Estados Unidos, el viceprimer ministro, Li He. “No me gustan los memorandos de entendimiento porque no significan nada. Creo que te va mejor si vas simplemente a un documento. Nunca he sido fan de los memorandos”, dispara el presidente, poniendo en cuestión la meta a la cual las dos mayores potencias están tratando de llegar. Lighthizer, con casi cuatro décadas de experiencia en la materia, matiza: “Un memorándum de entendimiento es un contrato. Es el modo en el que los acuerdos comerciales normalmente… Es un acuerdo vinculante entre dos partes, un término legal, es un contrato”. Trump, molesto, insiste: “Discrepo, creo que un memorándum no es un contrato hasta el punto que nosotros queremos. Para mí el contrato es la cosa de verdad, Bob, creo que tú piensas igual”. Y Lighthizer zanja el asunto: “De ahora en adelante no usaremos más la palabra memorándum. Tendremos el mismo documento, se llamará acuerdo de comercio y no usaremos la palabra memorándum”.

Ser el negociador jefe de la América de Trump en la guerra comercial con China significa estar preparado para situaciones como la descrita: que el presidente discuta los aspectos técnicos más obvios, en directo, frente a medios de comunicación de todo el mundo y a tus propios rivales en la disputa. Da igual que el negociador lleve desde los ochenta inmerso en este tipo de disputas, que liderase las conversaciones con Japón para la Administración de Ronald Reagan o pasara años como lobista para el sector del acero estadounidense, uno de los grandes objetos de preocupación de Trump. Tampoco importa, ideológicamente, estar alineado con el giro proteccionista del mandatario. Cualquier halcón debe hoy en día en Washington saber adaptarse a los giros de guión más heterodoxos del presidente.

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Ese es ahora mismo el trabajo de Robert Emmet Lighthizer (Ashtabula, Ohio, 1947) , un viejo jinete de la política comercial estadounidense, crítico a ultranza del régimen chino y de la Organización Mundial del Comercio. Abogado por la Universidad de Georgetown, vivió en su propia tierra, el Medio Oeste, el declive industrial estadounidense, ese que se ha abonado el discurso antiglobalización entre los sectores más a la izquierda y la derecha del país. Cuando ganó las elecciones, Trump lo escogió como el máximo representante de EE UU en Comercio. “Va a hacer un trabajo fabuloso en ayudar a dar la vuelta a las políticas comerciales fallidas que han robado la prosperidad de tanto estadounidenses”, aseguró Trump exultante.

Junto a Lighthizer, nombró asesor en política industrial a un halcón, Peter Navarro, cuyo discurso nacionalista deja al embajador de comercio en una posición comparativamente mucho más moderada. El reparto de poder y atribuciones entre los cerebros de la trumpeconomía es complejo y volátil, pero, de forma simple, se podría decir que mientras Navarro se centró en moldear el discurso de la ofensiva comercial, el embajador se encargaría de cristalizarlo en negociaciones. Así, Lighthizer logró cerrar un acuerdo para reformar el gran tratado comercial norteamericano con México y Canadá (el antiguo Nafta, que ahora se llama USMCA), que debe ratificar el Congreso.

Ahora se encuentra ante la gran batalla del gigante asiático. Trump optó a finales de año por entregarle el mando de las negociaciones, lo que envío una señal muy clara a China, que hasta entonces había tenido como principal interlocutor a un miembro del gabinete de Trump más moderado y globalista, Steve Mnuchin, secretario del Tesoro y exbanquero de Goldman Sachs. En diciembre, Trump y Xi Jinping alcanzaron durante una cumbre del G20 en Buenos Aires una débil tregua en la guerra comercial que tenía en vilo a medio mundo.

Washington había empezado el pasado junio a aprobar aranceles a importaciones chinas por valor de 250.000 millones de dólares y Pekín, que compra mucho menos a EE UU, respondió gravando productos estadounidenses por valor de 110.000 millones. Para retirarlos, la Administración de Trump reclama a China unos cambios estructurales que reduzcan lo que consideran competencia desleal: más apertura a la inversión extranjera, el fin de las obligaciones de transferencia de tecnología a las empresas locales (que considera robo encubierto de propiedad intelectual) y una reducción de los subsidios públicos.

Donald Trump comenzó el pulso con China asegurando que “las guerras comerciales son fáciles de ganar” para el país más rico del mundo, en tanto que importaba del gigante asiático mucho más de lo que le exportaba. De ahí el abultado déficit comercial (de cerca de 700.000 millones de dólares). En diciembre, siguiendo la misma estrategia de declaraciones provocadoras, el presidente espetó en su cuenta de Twitter: “Soy un hombre de aranceles”.

La táctica negociadora de Robert Lighthizer, sin embargo, dista de la del comandante en jefe. El embajador de Trump no solo es un conocedor de la política de Washington desde la era Reagan, sino desde los años setenta, cuando comenzó a trabajar como asesor en materia económica del famoso senador republicano Bob Dole. En una entrevista de 1984 en The New York Times, Lighthizer, entonces inmerso en las conversaciones sobre el acero, decía: “Intento ser amistoso en las negociaciones”. Y añadía: “El arte de la persuasión reside en saber dónde está el punto de influencia”.

Trump está deseoso de poder anunciar un acuerdo, como el obtenido con México y Canadá, que refuerce la imagen que le gusta ofrecer de su presidencia: la de un hombre de negocios que sabe cerrar tratos ventajosos para el país. Hace unas semanas, fuentes de su Administración calculaban que a finales de marzo habría una cumbre entre ambos líderes en el que rubricarían el pacto. Robert Lighthizer matizó el entusiasmo poco después. El acuerdo —ya no habló de memorando de entendimiento— estaba difícil.

Fuente: El País