Don Santiago Ramón y Cajal, a finales del siglo XIX, descubrió que la parte fundamental del cerebro son las neuronas: esas células que transmiten entre sí impulsos eléctricos formando un complejo circuito del que resulta lo que somos, lo que sentimos, lo que pensamos. Nacemos con 100.000 millones de ellas. El cerebro: el resultado más sofisticado y misterioso del universo conocido. Como las neuronas de Ramón y Cajal habían sido muy eficientes descubriéndose a sí mismas, le dieron el premio Nobel, que no deja de ser un premio neuronal.

Inspirándonos levemente en el cerebro podemos desarrollar redes neuronales artificiales, un modelo computacional que permite avanzar en la inteligencia artificial. Estas neuronas artificiales se conectan entre sí formando capas que reciben y emiten señales. Cuantas más capas haya, más potencia tendrá el sistema: la información que trata se hace más compleja y la red puede aprender por sí misma (deep machine learning) y acabar haciendo predicciones o clasificaciones.

Aunque las redes neuronales artificiales tienen estas similitudes con el cerebro, lo que el cerebro hace sin apenas esfuerzo todo el rato le cuesta mucho tiempo, gran consumo de energía y avanzadísima tecnología a los ingenieros y científicos del ramo. Por ejemplo, reconocer una imagen, como cuando a usted le enseñan una foto de las vacaciones: eso tan simple supone un gran desafío tecnológico. Otras de sus utilidades prácticas van desde el reconocimiento facial o de voz hasta el diagnóstico médico, la conducción automática o el trading financiero.

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Recientemente, una de estas redes neuronales profundas desarrollada por Google, llamada AlphaStar, derrotó a dos campeones del videojuego StarCraft II. Atrás quedaron los tiempos en que los ordenadores jugaban al ajedrez con los humanos. El ajedrez, por cierto, un juego endiablado creado por el cerebro humano y que ni él mismo acaba de entender. He ahí su grandeza.

Fuente: El País