La agenda reformista del próximo Gobierno será evaluada con severidad. Estupendo. Para que no ocurra como con las reformas de Mariano Rajoy, que trajeron más ruido que nueces. Los resultados de las principales oscilaron entre la insuficiencia, el mito y la nada.

MÁS INFORMACIÓN

La reforma laboral de 2012 contribuyó a aumentar la capacidad exportadora y el crecimiento, al recortar la brecha de productividad, reduciendo los costes laborales unitarios (por el descreste de la negociación colectiva, y el abaratamiento del despido). Pero poco: en seis años, la redujo con Alemania un 5%; quedó al 25%. Y a costa del exclusivo sacrificio laboral: el salario medio mensual bajó de 2.033 euros a 1.942, un 4,9% (FESP, 11-2-2018). A diferencia de otros ajustes, no lo acompañó un pacto general de todas las rentas, salarios y beneficios. Ni otras compensaciones sociales, como la de los Pactos de la Moncloa, que en 1977-1978 crearon un IRPF progresivo.

Además, su objetivo explícito (reducir la dualidad fijos/temporales) acabó en fiasco. Proliferaron los contratos por semanas y días, y el 56,8% del empleo creado a final de mandato era precario: un 56,8%, frente al 22% del conjunto de la UE (Eurostat). La ultraactividad o prórroga automática de los convenios fue abrogada por el Supremo. Y otros tribunales abolieron el automatismo para los despidos colectivos en un 46% de los casos.

La reforma financiera de 2012 quedó corta. Tuvo dos patas. Los decretos Guindos obligaron a la banca a elevar sus provisiones (nada nuevo: a ritmo parecido al anterior) en 78.000 millones para cubrir créditos morosos y acelerar la venta del ladrillo. Sumado a las provisiones anteriores, el saneamiento fue muy considerable. Pero todavía hoy la banca española adolece de falta de capital: es la penúltima europea, tras la británica, según los stress tests de la Autoridad Bancaria Europea de hace un año. Fue insuficiente.

La otra pata fue el Memorandum of Understanding firmado con la Comisión Europea: un verdadero “rescate”, según economistas liberales (Nada es gratis) y de izquierdas (Economistas Frente a la Crisis). Allegó de Europa, bajo condiciones estrictas, 40.000 millones de euros a tipos blandos, para reestructurar entidades fallidas, sobre todo —aunque no solo— cajas, y colocar los activos tóxicos en el banco malo, la Sareb. La cara oscura fue que se obligó a los ahorradores —en acciones preferentes y subordinadas— a aportar unos 15.000 millones, mediante quitas, sin apoyatura de normativa europea, pues la directiva ad hoc entraría en vigor en 2016. Fue injusta.

La abortada reforma de las pensiones. La gestión de las pensiones acabó en ruina. El Gobierno de Rajoy recibió en herencia una espléndida hucha para años de vacas flacas de 66.815 millones de euros. Gastó 74.437 millones (gracias a los rendimientos del remanente) y dejó un residuo de 8.000 millones. Ese vaciado tenía algún sentido, al desplomarse las cotizaciones, dado el aumento del paro provocado por la Gran Recesión. El problema es que no se repuso lo que se gastaba con ingresos estructurales.

A media legislatura, en 2013, arbitró una reforma basada en el recorte social. Dictaba subidas mínimas de las pensiones, del 0,25%, si mediaba déficit, lo que dañaba el poder adquisitivo —hasta el 30%— de los jubilados; y se practicaría desde 2019 una rebaja mediante un factor de sostenibilidad: a más años de vida, más minoraba la pensión. Los afectados protestaron, y también el PNV, aliado clave presupuestario.

Así, el Gobierno abortó su reforma al inicio de 2018, incrementó las pensiones con el IPC y aplazó el factor a 2023. Se evitó una grave injusticia social, sí. A costa de poner en riesgo la sostenibilidad económica de la Seguridad Social, al no buscarse otros recursos (presupuestarios) con que taponar el creciente déficit (jubilación de las cohortes del baby boom; aumento de cuantías de las pensiones más recientes) de forma permanente. Cero.

Fuente: El País