El Gobierno anuncia cada cierto tiempo que se han recuperado tantos o cuantos empleos en España desde que se desató la crisis. La Academia da a “empleo” una definición básica y certera (“acción de emplear”; “ocupación, oficio”), pero el Diccionario es sólo la puerta por la que se entra en las palabras. Para mirar en su interior y entenderlas en toda la extensión hace falta además observar sus contextos habituales, cruzar el umbral de su significado básico y analizar lo que alberga su historia.

El vocablo “empleo” se relacionaba antes de la crisis con una posición laboral estable, pagada adecuadamente según el puesto, con garantías de convenio y una legislación protectora. Sin embargo, el “empleo” que ahora llega para sustituir a aquél define una posición laboral inestable, mal remunerada, sin la protección de un convenio en un altísimo porcentaje y afectado por una legislación más tolerante hacia el despido. Un empleo nuevo para un joven de hoy supone un 33% menos de sueldo que el mismo puesto antes de la crisis.

Muchas empresas vivieron a partir de 2008 gravísimas dificultades; y no necesariamente por su mala gestión sino porque sus clientes se habían quedado sin dinero o se habían evaporado. En busca de la supervivencia, redujeron sus plantillas o bajaron los sueldos (o tomaron ambas medidas), y eso se puede condenar con el corazón pero se ha de comprender con la inteligencia (en el caso de que las decisiones fueran razonables y honradas). Poco a poco, los ingresos de algunas de ellas se han reanimado y han contratado de nuevo.

Ahora bien, antes de la crisis pocas personas con trabajo fijo se hallaban en situación de pobreza. Ahora las vemos por doquier.

Sin embargo, el léxico del Gobierno no renuncia a igualar situaciones tan desiguales, para atribuirse los méritos. Y realmente puede que no tenga otra opción. Quizás por eso valga la pena inventarla.

Los recursos del español dejan a nuestro alcance algunas piezas útiles, como el elemento griego neo-, con el que podríamos construir el término “neoempleo”. Aquellos empleos de otro tiempo permitían a las personas con trabajo mantener a sus familias y hacer planes a medio y largo plazo. Los neoempleos, sin embargo, ni siquiera dan para el sustento propio, obligan a menudo a buscar refugio en la jubilación de los padres y dificultan cualquier hipoteca.

Si acuñáramos esta segunda palabra, “neoempleo”, podríamos instar a la ministra Fátima Báñez a recoger en sus datos si han crecido los empleos o más bien los neoempleos, y si éstos ocupan el lugar de aquéllos. Ese vocablo nos serviría además para explicar mejor nuestra vida cotidiana: “Mi madre ha logrado un neoempleo que no está tan mal, tiene derecho a la hora del bocadillo”; “mi hija está neoempleada en una farmacia y nos ha dado una alegría porque le hacen descuento con las aspirinas”; “mi tío ha ganado mucho dinero este año en su empresa, gracias a que tiene muchos neoempleados”.

Es cierto que disponemos también del adjetivo “precario”, pero el “empleo precario” seguiría siendo “empleo” oficialmente. El adjetivo no desplaza al sustantivo. Y sin embargo la diferencia es sustancial.

Una buena manera de sumar peras y manzanas consiste en llamarlas a todas manzanas (aunque haya algunas podridas); y eso es lo que pasa con el empleo. En cambio, la acuñación de la voz “neoempleo” haría imposible de una vez que el Gobierno denominase el viejo y el nuevo empleo con la misma palabra.

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Fuente: El País