A los taxistas y a los conductores de VTC les separa un mundo de decretos, normativas y reglamentos. No alcanzan un acuerdo para rodar a la vez (y en paz) en las calles, pero su recorrido vital no es tan distante como sus posiciones en el conflicto. Cada uno reivindica lo suyo porque les va el pan de su familia. Hombres y mujeres expulsados del mercado laboral por la crisis defienden sus puestos en el taxi y VTC como un “trabajo refugio” contra el desempleo, coinciden ambos bandos.

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Jaime tiene 56 años y desde hace poco más de dos trabaja conduciendo un coche VTC de una flota de vehículos a la que llegó mediante una empresa de trabajo temporal. “Nos dan empleo sin preguntarnos la edad. Yo, como mis compañeros, peino canas. Nadie nos daba una segunda oportunidad. Tengo dos hijos que comen cada día”, explica. Jaime cobra un mínimo de unos 700 euros más incentivos. Y está feliz por llevar dinero a casa. “Dirigía una constructora, pero en 2008 la crisis pasó por encima como un huracán. Me quedé con un pequeño equipo haciendo reformas y hace tres años lo perdí todo. Desde entonces he ido trampeando y los únicos que me dieron una oportunidad son las VTC”, asegura.

La historia de Jaime se repite entre los conductores de otros tantos coches oscuros concentrados en la Diagonal de Barcelona, pero también entre la flota negra y amarilla que se manifiesta unas calles más abajo, en la Gran Vía. Vidas truncadas por el desempleo y la precariedad. “Yo arreglaba máquinas tragaperras y me quedé sin empleo. Me ayudaron, conseguí casi dos millones de pesetas y, aquí estoy, ganándome el pan en mi taxi”, resume Fernando. Una licencia se vende ahora por unos 120.000 euros, pero este taxista avisa de que no es un empleo sencillo. “Cada día sabes que 12 o 15 horas vas a estar trabajando. Si no, no salen los números. Los primeros 60 euros van para mantener el coche, la gasolina…”.

Conductores de vehículos con licencia VTC, el miércoles en Barcelona.Conductores de vehículos con licencia VTC, el miércoles en Barcelona. EL PAÍS

Los apuros económicos persiguen a muchos conductores. Martí tiene 53 años y hace siete meses que trabaja conduciendo un VTC de Cabify. Tiene una deuda de dos millones de euros y casi toda su vida laboral ha sido corredor de Bolsa. “En 2005 quise invertir en inmobiliaria e hice unas promociones. No conseguí vender 20 pisos y los puse en alquiler para pagar las hipotecas. Pero seis inquilinos me dejaron de pagar y no pude afrontar la deuda. Me embargaron. Después me divorcié y tengo que pagar mensualmente a mis dos hijos 1.000 euros”, lamenta. Martí es licenciado en Economía y en Geografía e Historia. “Nadie me ha contratado hasta que he llegado a las VTC”, asegura.

Los conductores de las plataformas Uber y Cabify reivindican su espacio para ganarse la vida. Y los taxistas defienden su lugar y resaltan su vocación de servicio público. Montse es una de las taxistas que se dedica a realizar servicios sociales mientras sus compañeros mantienen el parón. “Estamos en las puertas de los hospitales y allí donde haya enfermos o gente mayor”, asegura al volante de un taxi adaptado para personas en sillas de ruedas. Comenzó con 20 años. “Estaba soltera con un hijo. Gracias a la ayuda familiar pude pagar los seis millones de pesetas que me costó entonces la licencia”, asegura. Montse lamenta que haya una parte del taxi que no se conoce. “Es una profesión sin brecha social. Yo cobro igual que mis compañeros. Y en mi caso, es el paso intermedio con una ambulancia. Si no existiéramos, nadie llevaría a según qué personas a centros de salud, al teatro o al cine”, reclama.

A falta de un acercamiento laboral entre las partes, los chóferes de uno y otro bando coinciden en sus reclamos: seguir conduciendo para llegar a fin de mes.

Fuente: El País