Era el año 1965 cuando a David Cheever, un estudiante de la Universidad de Colorado, se le ocurrió buscar el mejor lugar del planeta para cultivar flores. En la sabana de Bogotá encontró el suelo, la temperatura, la luz y los recursos hídricos idóneos. Al calcular los costes de producción, se dio cuenta de que en este territorio tropical no eran necesarios los invernaderos porque se podía cosechar todo el año. La cercanía con el aeropuerto de la capital de Colombia, además, reducía los problemas de transporte y logística, y facilitaba la exportación al vecino Estados Unidos, a menos de cinco horas de distancia por aire.

Medio siglo después, Colombia es el segundo exportador de flores en el mundo por detrás de Holanda. El primero en Estados Unidos. Ha conseguido que los vaivenes económicos que destruyeron los sueños de los gobernantes de convertir el país en una nación petrolera, no afecten a este sector.

El cambio climático y la volatilidad del dólar respecto al peso, la moneda local, han sido los únicos obstáculos en un camino que los floricultores han superado con subsidios del Gobierno. Así se ha evitado que el principal producto no agrícola (por encima del azúcar) de la canasta exportadora de Colombia, no pierda su posición en el mercado.

“Calculamos que este año vamos a conseguir un beneficio de 1.400 millones de dólares”, dice Augusto Solano, presidente de Asocolflores, la principal asociación que reúne a 220 empresas del sector y representan el 65% de las ventas en el exterior. En el primer semestre de 2017 las exportaciones de flores aumentaron un 8% en valor y un 3,5% en volumen frente al mismo periodo de 2016. Un incremento que hasta ese momento sumaba 785 millones de dólares.

El 75% del producto se vende en Estados Unidos, el 25% restante se reparte entre otros 80 países con Inglaterra, Japón, Rusia y Canadá a la cabeza. La mayoría de estos destinos prefieren la rosa, pero Colombia tiene en el clavel uno de sus productos estrellas, el que copa el 60% de las exportaciones. “Manejamos más de 1.400 variedades de más de 50 especies de flores”, apunta Solano.

“Desde que se siembra hasta que llega a un supermercado en EE UU, tardamos 20 semanas”, explica Pablo Bazzani, director comercial de Plazoleta, empresa colombiana especializada en las flores de relleno, las que acompañan a las rosas y los claveles. “Las flores perennes, las que siempre producen tallos, llegan a manos del consumidor en 10 días”.

Para conseguir estos tiempos de entrega, los cultivos se concentran en los alrededores de los aeropuertos de Bogotá y Medellín. En Cundinamarca, departamento al que pertenece la capital de Colombia, se concentra el 70% del área sembrada, según datos del Ministerio de Agricultura, para 2016. En cada hectárea trabajan unas 13 personas, mientras que en ese mismo espacio en otros cultivos solo se requiere de un trabajador, aseguran desde Asocolflores.

Los colombianos reciben el 3% de la producción. “En Colombia se consume la flor que no se puede exportar por cuestiones de calidad. Es como con el café: el mejor se vende fuera y aquí consumimos el que sobra”, explica Bazzani.

Las mujeres de las flores

La floricultura dio trabajo a 130.000 personas en 2015, 65% eran mujeres y el 35% hombres, según el último dato de la Federación de Comerciantes (Fenalco). Las madres cabezas de familia representan la mayor parte de la mano de obra del sector. Asocolflores asegura que concentran el 25% del empleo formal femenino de Colombia.

Son mujeres de estratos bajos, con poca formación. Trabajan unas ocho horas al día por un sueldo que no supera el salario mínimo colombiano (unos 700.000 pesos, 235 dólares), según informes de Corporación Cactus, organización social que trabaja para mejorar las condiciones y los derechos laborales en el sector de la floricultura. EL PAÍS ha consultado a Asocolflores cuál es la paga media, pero no ha obtenido una respuesta concreta.

“El sector empresarial argumenta que es su manera de ayudar a mujeres para que tengan ingresos. Nosotros sentimos que hay un aprovechamiento porque ellas ofrecen menos dificultades o resistencia por su condición de vulnerabilidad social”, dice Ricardo Zamudio, director de la Corporación Cactus.

Desde hace 20 años, esta organización cuenta la versión menos romántica de las flores colombianas. No cuestionan la formalidad de los contratos. Denuncian un mercado que aumenta sus beneficios año tras año, mientras que sus trabajadores, aseguran, ven como sus condiciones empeoran. “90.000 empleos del sector son directos y 40.000 indirectos”, apunta Zamudio, “el aumento de la terciarización laboral nos preocupa porque las empresas dejan de hacerse cargo de los derechos de los trabajadores”.

El nivel de sindicalización en la floricultura colombiana no llega al 1%. Como en muchos otros sectores de la agricultura y la industria en el país, los planes colectivos han sustituido a los sindicatos, aunque instituciones como la Organización Internacional del Trabajo y Estados Unidos a través del Tratado de Libre Comercio firmado con Colombia hayan mostrado su rechazo a esta práctica

Corporación Cactus ha analizado desde los noventa cómo la carga de trabajo sobre cada empleado ha aumentado sin que el número de contrataciones haya seguido el mismo ritmo. En temporadas altas como San Valentín (14 de febrero), fecha que supone el 15% de la producción anual de las flores de exportación colombianas, las jornadas pueden superar las 20 horas. “Se les paga el trabajo extra, pero no supone un gran incremento en el salario final”, dice Zamudio. “Y tiene efectos evidentes en la salud por los movimientos repetitivos y la exposición a los agroquímicos”.

Esta situación que Corporación Cactus denomina “un problema estructural”, reconocen que no se da en todas las empresas. Plazoleta de la familia Bazzani, ha ideado fórmulas para intentar conciliar la vida laboral y personal de estas mujeres construyendo un jardín infantil en sus instalaciones en la Sabana de Bogotá. Un pequeño avance en un mercado que amplía sus fronteras hacia Asia con Japón y China en la mira.

Fuente: El País