Al menos desde 2015 la gestión de la economía española ha caído en un estado de parálisis. Después de dejar atrás la fase de recesión y entrar en otra bien distinta de recuperación, con aumentos notables del empleo —precario en su mayoría—, las reformas económicas del Gobierno se han detenido bruscamente. Pese a ello, los ministros y el propio presidente siguen insistiendo machaconamente en la retórica de “las reformas” y en los grandes avances de la estadística macroeconómica. Para justificar ese impasse, signo inequívoco de un agotamiento de la política económica debido al cambio de ciclo, se esgrimen argumentos tales como la crisis catalana o la ausencia de una mayoría política que permita tomar decisiones con comodidad. Pero ambas son razones que no explican suficientemente la estridente pasividad del Gobierno no solo ante los problemas inmediatos sino también ante los que se aproximan con celeridad en 2018.

España necesita con urgencia una reforma del sistema de pensiones que inicie un cambio en los mecanismos de financiación, empiece a reducir el déficit descomunal (18.800 millones en 2017) y evite que las pensiones actuales tengan que pagarlas, por la vía del endeudamiento, las generaciones futuras. De este problema fundamental para la estabilidad social se tenían algo más que indicios a finales de 2015, a pesar de lo cual ni el Gobierno ni los agentes sociales sentados en las mesas de negociación logran ofrecer alguna perspectiva de acuerdo que calme la inquietud de los pensionistas.

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De igual manera, el sistema de financiación autonómica necesita una revisión a fondo, que se prometió para finales de 2017 o principios de este año, pero que probablemente no verá la luz durante esta legislatura. La reforma no puede sustentarse en promesas de corto recorrido para atraer voluntades, como la supuesta quita de la deuda autonómica sugerida por Montoro, sino que debe partir de la voluntad de acabar con la subfinanciación de casi todas las autonomías. Para ello son necesarios aumentos consistentes de ingresos que garanticen los servicios básicos de todos los españoles, vivan donde vivan.

La misma parálisis se detecta en la ausencia de políticas de empleo y protección social, en la falta de compensaciones para paliar la desigualdad creciente entre los salarios y los beneficios y las rentas de capital, en la negativa a ampliar las bases imponibles mediante una auténtica reforma fiscal, en la escasa iniciativa para atajar las deficiencias del mercado eléctrico o en la incapacidad para afrontar la descarbonización que propone la UE.

La retórica de las reformas está hoy más vacía que nunca. No hay impulso de gestión en un momento en el que los resultados macroeconómicos están amenazados. El petróleo se aproxima a los 70 dólares, el euro se aprecia frente al dólar (cortesía del proteccionista Trump) y los tipos de interés recorrerán una senda ascendente en breve, como demuestra el incremento de rentabilidades de la deuda pública. La pregunta es si este Gobierno tiene iniciativa para hacer frente a estos problemas, debidos en parte a su inacción —no todo es Cataluña— y en parte a los nuevos escenarios de economía internacional.

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Fuente: El País