Nuestros ingenuos perfiles de usuario se difuminaron en una amalgama inmensa de datos personales. Se hicieron sustancia analítica, se transformaron en cifras de cálculos maquiavélicos que sirvieron para diseñar campañas tóxicas de desinformación. Pensábamos que las redes sociales eran un patio de recreo virtual donde podíamos reunir a todos nuestros amigos. Que el muro de Facebook era como aquel trozo de corcho en la pared donde, antes de que existiera Internet, poníamos las fotos de nuestra vida. Éramos adolescentes y el único muro que teníamos eran las paredes de nuestro dormitorio y allí colgábamos pósteres de grupos musicales o el cartel de alguna película que nos había encantado.

Cuando apareció el Facebook pensamos que nuestra vida solo le podría interesar a nuestros amigos. En tiempos de globalización y de grandes distancias, las opciones que nos ofrecían las redes sociales eran simples y no costaba nada hacerse usuario. Llegamos a las redes con la misma alegría que paseamos por las calles de nuestro barrio y nos paramos a mirar los escaparates de las tiendas. Nunca quisimos creer que alguien desde alguna ventana observaba diligente nuestros pasos. Que teníamos un vecino espía que analizaba las rutinas de nuestros gestos en el mercado. Que escuchaba nuestras conversaciones entre amigos en la plaza. Nuestra simple vida daba sentido a sus visionarios planes y acumulaba de forma obsesiva todo tipo de información. La suma de todas las vidas sencillas que anotaba se podía alterar con propaganda, con desinformación, con bulos, con mentiras. El barrio se volvería asustadizo pegando carteles con falsas noticias de crímenes o robos. Éramos crédulos y nos sentíamos libres, por lo que era fácil timarnos, usarnos, insertar en nosotros la semilla de las emociones políticas impulsivas y rotundamente apasionadas.

La ventana indiscreta son ahora algoritmos que dibujan la ruta de nuestros movimientos, nuestras fotos y ocurrencias, y le dan un sentido oblicuo a las cosas que hacemos. Con los perfiles de nuestros amigos, conocidos y seguidores han establecido curiosas y poderosas claves. Sobre nuestro muro deslizan anuncios y noticias que no buscamos, imágenes sutiles que distorsionan nuestros encuentros virtuales. Nos agrupan en algoritmos que nos definen y saben que nos sentimos solos y somos adictos a esos amigos que nos cuentan su vida y nos sonríen con emojis cariñosos. Años atrás regalamos nuestros datos con la bondad alegre del que pensaba que estar en las redes era como vivir en un gran barrio de gente parlanchina.

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Fuente: El País