Sentimos un malestar difuso por ir en este mundo. Es su traqueteo como el de un tren desbocado. El zarandeo de los cuerpos de sus viajeros aumenta y crujen todas las junturas de los departamentos; y es que este mundo, que decimos que cada día va a más velocidad, nos agita —con una mezcla de euforia e incomodidad— y no sabemos a qué certezas firmes asirnos pues todo parece desencajarse.

Cierto que hay gente que muestra una indiferencia casi fatalista y permanece sentada impasible intentando seguir leyendo o con la mirada escapándose por la ventanilla: pero las letras y los paisajes se dislocan y se muestran borrosos por las sacudidas incesantes. Hacen como si leyeran o contemplaran. Sin embargo, otras personas no contienen su inquietud, se levantan y marchan con dificultad hacia la máquina, golpeándose a un lado y a otro de los pasillos por los bandazos. A ver qué está sucediendo.

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Se han reunido en esta marcha los decididos, y a medida que se aproximan a la sala de mando temen encontrársela vacía y que el tren marche sin control. ¿Qué hacer, entonces? Pero al llegar, la sorpresa es mayor: es la de descubrir quiénes están conduciendo. No está sin nadie a los mandos…, peor. La incapacidad es manifiesta, tanto como la resistencia a dejar las palancas de los mandos.

Conducir este mundo complejo, desde los puestos de dirección a distintos niveles, pero todos influyentes, exige una comprensión de los fenómenos que están conformando el mundo, más allá de las habilidades concretas para el desempeño de los cargos, pero en demasiadas ocasiones falta ese conocimiento. Cuando repetimos sin cesar que el mundo es complejo no quiere decir que sea solo intrincado, sino abierto; por tanto, no exige habilidad para desenredar algunos de sus nudos, sino comprensión de lo que está provocando el enredo (incertidumbre) general.

Pero hay otra carencia, y es que la complejidad desbordante del mundo que hemos creado hace imposible conducirlo sin asistencia cada vez más próxima, poderosa y envolvente de ingenios. Sería imposible el vuelo de un avión sin esa asombrosa asistencia robotizada, interna y exterior, procesando datos a una velocidad y fiabilidad y de un volumen inalcanzables para un ser humano. Pese a ello, para algunas actividades también fundamentales mantenemos la pretensión heroica de un Saint-Exupéry al mando de estos gigantescos aviones de hoy, pero tan solo con la ayuda que tenía como piloto de los míticos correos aéreos.

Por un lado, no queremos que el robot se siente en la cabina, por si se hace con los mandos; pero lo cierto es que no controlaremos esas palancas sin su asistencia. Por otro, aún sentimos los humanos el empuje de nuestra vida en grupo, en grupos pequeños, donde todas las acciones las realizaba un humano ante los ojos de los demás (y las más importantes las ejecutaba —por destacar en fuerza, arrojo, sabiduría,— el jefe, el líder…, así que el héroe). De modo que ha habido siempre la necesidad de dar forma humana, encarnar, para confirmar y confiar, hasta las cosas más abstractas, hasta la propias divinidades y mitos.

Algunas responsabilidades de hoy, trascendentales para la marcha de nuestro mundo, siguen confiadas a «héroes», y así aceptamos que disponen de unas capacidades, para la complejidad de hoy, excepcionales. Y, sin embargo, hay señales evidentes de esa incapacidad. Martin Rees cierra su reciente libro En el futuro. Perspectivas para la Humanidad con esta llamada de atención: «La «Nave Espacial Tierra» se desplaza por el vacío a toda velocidad. Sus pasajeros están inquietos e irritables. Su sistema de soporte vital es vulnerable frente a las perturbaciones y las averías. Pero hay demasiada poca planificación, demasiado poco examen del horizonte, demasiada poca consciencia de los riesgos a largo plazo. Sería vergonzoso que legáramos a las generaciones futuras un mundo exhausto y peligroso.»

En estas líneas se ha hecho referencia al tren, al avión, a la cápsula espacial para conseguir una imagen directa y próxima que exprese la característica —habría que añadir: sobrecogedora— de que una especie, la humana, es consciente de que comienza a tener el control de su evolución. Una especie que está obligada a conducirse hacia el futuro y no solo, como el resto, dejarse impulsar por el asombroso empuje de la evolución de la vida. Y desconfiamos de nuestra capacidad.

Hay que añadir a estos transportes, a los que hemos recurrido para expresar la situación crítica en la que estamos, otro con el que superamos tantas adversidades a lo largo de la historia y nos ha permitido extendernos por todo el planeta: la nave. Una fabulosa aventura de un ser pedestre en un planeta con el 71 por ciento de su superficie de agua. Con sabiduría y en todos los tiempos la navegación ha tenido que ceñirse a las fuerzas invisibles de los vientos y de las corrientes. Pues bien, hoy se está creando otra «atmósfera» en este mundo en red. Nubes de ceros y unos se condensan, se desplazan; unas son efímeras y otras densas y duraderas. La Red es una atmósfera turbulenta, pero con una dinámica y una influencia poderosísimas en la navegación hacia el futuro. La respiramos ya todos los humanos y nuestras espiraciones, tan mínimas para el volumen de la atmósfera, son sin embargo soplos de ceros y unos que se arremolinan con otros y pueden crear vientos y corrientes que comprometen a quienes tienen que pilotar la nave y condicionan su navegación.

Sería una inconsciencia no reconocer esta caótica inteligencia colectiva que el medio digital sustenta; esta integración invisible de los humanos en la dinámica de un mundo que ya no solo lo envuelve el aire. Hay que resistirse a reducir y trivializar el fenómeno de la Red a unas redes sociales de vaciedad, ruido y peligros como intentan resumirlas partes interesadas. Y es que, aunque se encuentra en sus primeras fases de formación, este fenómeno de aproximación, comunicación y expresión de los humanos ya anuncia una trascendencia excepcional.

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático en la Universidad Carlos III de Madrid.

Fuente: El País