Nadie pone en duda que se está creando empleo a un ritmo muy alto. Según el último dato de afiliados, la tasa interanual es del 3,6% (o más de 600.000 nuevos afiliados al año). Esto sería, sin duda, una buena noticia si no fuera por el aumento insoportable de la precariedad laboral. El simple hecho de que en un solo año se produzcan más de 25 millones (más de 100.000 al día) de altas a la Seguridad Social y otras tantas bajas, deja en evidencia que nuestro mercado laboral tiene disfunciones importantes. No existe una justificación económica para las altas tasas de precariedad. La temporalidad afecta a todas las actividades, sean estacionales o no; a todas las empresas, sean grandes o pequeñas; y aunque afecta principalmente a jóvenes y mujeres, los trabajadores mayores tampoco se libran.

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La excesiva temporalidad no solo es injusta para las personas que la padecen, sino que también genera ineficiencias económicas importantes. En primer lugar, no existen incentivos a la acumulación de capital humano ni por parte del trabajador ni por parte del empresario. Segundo, estimula la creación de proyectos empresariales para los cuales la temporalidad no resulta un problema sino una ventaja competitiva, es decir, actividades de bajo valor añadido y sin perspectivas de largo plazo. Ambos hechos son un lastre para la productividad, la gran olvidada de las últimas décadas. Por si fuera poco, las tasas de temporalidad superiores al 65% entre nuestros jóvenes les imposibilitan, a pesar de encontrar un trabajo, a llevar una vida normal, independizarse y formar una familia. No es extraño, por lo tanto, que tengamos también una de las tasas de fecundidad más bajas del mundo.

Aunque la temporalidad fue la gran olvidada en la reforma de 2012, por desgracia este problema no es nuevo: llevamos décadas probando medidas sin conseguir atajar el problema. Es triste observar que mientras seguimos buscando soluciones para acabar con la temporalidad, están apareciendo nuevas formas de empleo asociadas a la economía digital, igual o más precarias. Los términos gig economy o uberización del empleo empiezan a ser comunes entre nosotros. En mi opinión se debería actuar en dos dimensiones.

Primero, unificar los contratos indefinidos y temporales. En este nuevo mundo globalizado no tiene sentido la separación entre ambos. Se debería eliminar (o reducir a su mínima expresión) la contratación temporal, e introducir un contrato único con coste indemnizatorio creciente. Para actividades estacionales como agricultura o turismo se puede usar la modalidad de fijo discontinuo. Para actividades de cortísima duración o puramente temporales se deberían usar las empresas de trabajo temporal, en las que todos los trabajadores tendrían el contrato único indefinido. No tiene sentido que el coste de las actividades temporales y de muy corta duración recaiga totalmente en los trabajadores, como sucede actualmente, y no en las empresas.

Segundo, debemos hacer una reflexión respecto a la nueva economía digital. Aunque es un tema jurídicamente complejo, dado que en muchos casos se trata de relaciones mercantiles o trabajadores autónomos, deberíamos encontrar la forma de equiparar los derechos en cuanto a protección social de los contratos laborales tradicionales con las nuevas formas de empleo.

No debemos frenar ni renunciar a las ventajas y el bienestar que esta nueva tecnología va a aportar a nuestras vidas. Pero tampoco debemos hacerlo a costa de los derechos de los trabajadores.

José Ignacio Conde-Ruiz es profesor de Análisis Económico en la Universidad Complutense

Fuente: El País