En octubre de 2017, a la mañana siguiente del atentado terrorista perpetrado por un francotirador solitario durante la celebración de un concierto en Las Vegas, los resultados en los rankings de búsquedas vinculados con el suceso aparecieron copados por blogs y medios digitales de dudosa reputación (como la agencia de noticias rusa Sputnik) en los que se anunciaba que el responsable de la masacre era de ideología liberal, absolutamente anti-Trump y que el FBI ya había encontrado pruebas de sus vínculos con ISIS. El cóctel era tan demoledor como inverosímil, pero la cuestión más importante era saber qué estaba sucediendo para que esas “fake news” o noticias falsas lograran copar los primeros puestos de relevancia en los algoritmos de Google, supuestamente tan crípticos e inexpugnables como para garantizar una imparcialidad (solo aparente) controlada por sus reglas de juego (el conjunto de algoritmos que determinan los resultados de cualquier búsqueda en Google es conocido como “Hummingbird” y posee más de doscientas variables secretas cuya ponderación puede llegar a cambiar entre quinientas y seiscientas veces al año).

Aquel día, Google afirmó que su sistema había sido manipulado y que, una vez corregidos los errores detectados, llevaría a cabo una investigación interna para prevenir futuros ataques similares. En realidad, la empresa lleva años gestionando conflictos de ese tipo con marcas que intentan domar el algoritmo para lograr vender sus productos a nichos de público antes que lo hagan sus competidores (esta obsesión estratégica se explica al saber que las cinco primeras posiciones de una búsqueda logran el 75% del tráfico que generan, y las diez primeras posiciones el 95%). De ahí que la estrategia de SEO (Search Engine Optimization) se haya conformado como uno de los pilares que estructuran el comercio electrónico y la publicidad digital (Google extrae unos ingresos de más de 24.000 millones de dólares al año por enlaces patrocinados, es decir, provienen de lo que pagan los anunciantes para que sirva su publicidad en los primeros lugares de los resultados de búsqueda).

Lo que está ocurriendo actualmente es que el SEO ha pasado a ser utilizado como táctica para introducir campañas de desinformación. No es que el SEO en sí esté apoyando a que las noticias falsas sean populares, sino que está facilitando que diversos medios y plataformas con intereses maliciosos obtengan beneficios de patrocinar información distorsionada y manipuladora, sean cuales sean los intereses finales de los autores de la campaña.

Hay más herramientas disponibles que permiten este tipo de acciones, como pueda ser el SMMS (Social Media Management Software) que permite configurar una campaña con mensajes diferentes para ser enviados en base a la segmentación de audiencias que haya sido seleccionada o, dicho con otras palabras, una vez que se hace una escucha activa de lo que está sucediendo en diferentes redes sociales, blogs o comentarios en webs, en tiempo real y de forma automatizada se envían al lugar más adecuado mensajes cuidadosamente diseñados para que sean relevantes a los intereses y preferencias de los usuarios que están interactuando. Mediante este tipo de software, al alimentarse de mapear los “sentimientos” de los usuarios y sacar provecho del seguimiento de millones de datos conductuales para parametrizar infinitos grupos sociodemográficos, se puede interferir en las comunidades acogidas dentro de Twitter, YouTube o Facebook y contactar con sus integrantes introduciendo los mensajes que se desean.

No resulta desencaminado afirmar que una campaña de desinformación funcionalmente se diferencia muy poco de cualquier otro tipo de campaña publicitaria en Internet, y parece evidente que la misma tecnología que permite a las marcas contactar e influir sobre las audiencias es la que también está permitiendo que las falacias se propaguen.

En cierto modo resulta como si los incentivos económicos de los grandes operadores digitales estuvieran paradójicamente alineados con los objetivos políticos de quienes crean e impulsan la desinformación en la opinión pública. No cabe duda de que es necesario cortocircuitar tal coincidencia rápidamente si aspiramos al progreso. Para lo que sería necesaria una política activa que regule la economía digital con el fin de debilitar el impacto de la propaganda de precisión.

Hasta el momento, la tecnología no está siendo capaz de distinguir entre publicidad lícita y propaganda, pero las democracias tienen la obligación de poner los medios para hacerlo. La realidad histórica está pidiendo a gritos un proyecto colectivo para coordinar a los gobiernos, la sociedad y las empresas del sector hacia un objetivo común (combinado nuevas prácticas corporativas, nuevas leyes, nuevas herramientas digitales y una educación especializada para los más jóvenes): combatir el totalitarismo disfrazado de corrección política, la desestabilización económica, la especulación y la pobreza cultural que persiguen los autores y cómplices de la que no deja de ser una nueva forma de guerra encubierta o terrorismo.

Alberto González Pascual es director de Transformación, Desarrollo y Talento en el área de Recursos Humanos de PRISA y profesor asociado de las universidades Rey Juan Carlos y Villanueva de Madrid. Es doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid y en Pensamiento Político y Derecho Público por la Universidad Pablo de Olavide de Sevilla.

Fuente: El País