En 1900, sólo un 13% de la población mundial vivía en las ciudades. Se estima que en 2050 ese porcentaje sea del 66%. La magnitud del fenómeno resulta absolutamente evidente: la mayoría de las personas desarrollará su vida cotidiana en la ciudad.

Por lo que se refiere a nuestro país, atrás queda la imagen de una España esencialmente rural, aferrada al sector primario, donde la ciudad se concibe como un elemento hostil a la vida y la convivencia. Con todo, la urbe no ha conseguido deshacerse de la sospecha de presunta culpable del estrés y de la falta de salud en general. El medio rural se revela, en estos casos, como una tierra prometida donde los grandes inconvenientes de la existencia urbana tienen remedio. No obstante, al menos por el momento, no pasa de ser un movimiento efímero, a veces romántico, que no acaba de consolidarse. Así, ante la aparente dificultad de retornar a los orígenes, el hombre ha procurado facilitarse la vida en el ecosistema urbano, impulsando las sinergias que favorece la concentración de población, servicios e infraestructuras.

Sin embargo, todo ello se ha manifestado insuficiente para lograr el verdadero gran deseo de las personas, la piedra filosofal de la generación Z: el tiempo. A su rescate llega todo un mundo sostenido por el prefijo smart que proporciona una pátina de futuro a cualquier término –preferentemente anglosajón– al que se adhiere (lighting, heating, communication, etc.). Básicamente, se busca simplificar procedimientos y optimizar el tratamiento de la información –los datos– con el objetivo último de ofrecer a los ciudadanos más tiempo del que disfrutar y en un entorno apropiado. La consecución de este anhelo pasa por establecer áreas de reflexión en torno a aspectos que ineludiblemente quedarán afectados por un diseño urbano donde el impulso tecnológico gana protagonismo, pero que no puede convertirse en la coartada que impida el debate sobre la esencia de la ciudad.

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Lo que sigue es una modesta reflexión de este antiguo regidor y humilde leguleyo que solo pretende proporcionar elementos de debate y aspectos a tener en cuenta en el complejo proceso en el que nos vemos inevitablemente inmersos, y que puede suponer un verdadero cambio de paradigma del papel de la ciudad y quienes habitan en ella.

A todos nos llama la atención las ciudades perfectamente diseñadas, con calles absolutamente simétricas, con manzanas regulares, el mismo número de alturas y hasta una estética similar en la construcción. Pero igualmente nos apasionan los entramados de vías irregulares, callejones sin salida, diversidad de colores, fachadas y tamaños, que responden al curso de la historia, batallas, guerras, insurrecciones, tiempos de paz y, en definitiva, el ordinario devenir de la vida que va dejando huella de sus grandezas y miserias en la configuración e identidad de una ciudad. Fruto de esta dualidad, se constata que la ciudad canónica asume con más dificultad los cambios, puesto que las modificaciones atentan contra su propio ser. Por el contrario, la ciudad de crecimiento orgánico, menos programado, asume con más naturalidad los cambios y responde mejor a las exigencias que le plantea cada momento histórico.

No debemos olvidarnos en este análisis de la vivienda, un bien esencial de primera necesidad que se encuentra absolutamente condicionado por el urbanismo. El fenómeno de la comodificación asociado a la vivienda, entendido como la construcción concebida como especulación; y la gentrificación, que produce el abandono de los habitantes de determinadas zonas por los elevados precios de los alquileres, son cuestiones que no pueden pasar desapercibidas y que obligan a evaluar el diseño de las ciudades teniendo en cuenta parámetros demográficos, sociales, asistenciales y económicos.

Así, las ciudades monumentales, con sus edificios centenarios e incluso milenarios, no dejan de atraer a cantidades ingentes de turistas, lo que provoca, en ocasiones, el recurrente conflicto entre el difícil reto de vivir en ciudades detenidas en el tiempo, con el consiguiente distanciamiento de la cotidianidad de sus habitantes, y la necesidad de impulsar los sectores productivos de nuestro país, en el que los servicios asociados al turismo ocupan un papel esencial.

De ahí que todo desarrollo deba pasar, necesariamente, por la armonización entre la acción del mercado y la sostenibilidad. Ello implica tomar decisiones complejas, que afectan a intereses a priori contrapuestos, donde los ciudadanos suelen fijar un horizonte a corto plazo. Las Administraciones, por el contrario, deberían tener en el largo plazo su objetivo, pues toda acción disruptiva conlleva un cierto grado de desaprobación inicial, pero comporta, cuando se revela acertada, un efecto tremendamente positivo en la vida de los ciudadanos.

Good night, obra del artista coreano Yoon Hyup.

En este contexto, la ciudad inteligente proporciona herramientas para generar un urbanismo equilibrado, que permita aunar el necesario empuje de la economía productiva y el diseño integrador. Pero esto puede comportar el riesgo de pensar que la tecnología puede arreglarlo todo, y debemos compaginar el desarrollo de los sistemas innovadores con el aseguramiento de los servicios esenciales.

Los tres pilares básicos de la smart city se suelen identificar con la eficiencia energética y de los edificios, las redes de abastecimiento (energía y agua), y la movilidad y el transporte. Su adecuada gestión impacta directamente en la calidad de vida de los ciudadanos.

La tecnología asociada a las ciudades inteligentes depara un futuro esperanzador. La iluminación inteligente, por ejemplo, permitiría un importante ahorro de energía y gasto público asociando su uso al tráfico rodado, de modo que, además, pueda aprovecharse la infraestructura para instalar redes de telecomunicaciones, que asumirían gran parte del coste de la energía.

En lo que se refiere a la movilidad y los transportes, no cabe duda de que la intermodalidad pasa a ser la piedra angular de la ciudad inteligente. Las nuevas generaciones renuncian como prioridad al vehículo propio y optan por sistemas colaborativos y transporte público. Surge en este contexto el vehículo autónomo como paradigma de modernidad, que en el estado de cosas actual presenta zonas de claroscuros, como protocolos de actuación en situaciones de conflicto, la adecuación de los códigos de circulación y la interconexión de las ciudades.

Los edificios también son una pieza clave en la mejora de la calidad de vida. Al asociar sus funcionalidades tradicionales a la tecnología e Internet, permiten la integración con los servicios de la ciudad, proporcionando, por ejemplo, respuestas más inmediatas en aspectos como la seguridad, los desastres naturales y las catástrofes. También en cuestiones mucho más cotidianas, como la recogida de residuos o el seguimiento de contadores.

El cuidado de las personas debería tener un lugar destacado en este nuevo contexto, mediante, por ejemplo, experiencias que ya se están materializando como la implementación de robots que cuidan a niños, pero principalmente a ancianos en situación de soledad. Se trata de funcionalidades que, si bien no suplen en su totalidad la insustituible relación humana, sí aseguran al menos el seguimiento y la alerta temprana en accidentes domésticos o en la provisión de necesidades básicas.

Con todo, la progresiva incorporación de las distintas ciudades al contexto smart exige poner el foco en que no se pierda la identidad de la ciudad. No podemos facilitar la homogeneización de las ciudades, con la coartada de la tecnología, debiendo asumir, además, que las soluciones deben ser distintas para cada población, pues cada una de ellas tiene su propio recorrido atendiendo a sus rasgos únicos. No existe, pues, un modelo único de ciudad inteligente. Las ciudades, como entes con alma propia, merecen que se les haga un traje a medida.

En el contexto español, la monumentalidad supone una característica singular muy a tener en cuenta los nuevos diseños, toda vez que nos vemos obligatoriamente abocados a procurar un equilibrio entre la preservación y la innovación. El patrimonio nos ayuda a entender nuestro pasado, pero debemos dejar espacio para escribir nuestro futuro. Y en ese sentido, la tecnología proporciona herramientas sumamente útiles para facilitar la convivencia con el patrimonio histórico y su conservación. Soluciones como la instalación de sensores no intrusivos, con poco o nulo impacto visual, pero que recaban importantes datos sobre, por ejemplo, temperatura y humedad, resultan imprescindibles para preservar ese patrimonio, que constituye además un importante activo de nuestro sector productivo.

Las ciudades inteligentes, no son más que la actualización de un deseo que se ha mantenido inalterable en la historia del hombre: su afán por hacer del suyo un mundo mejor. A los que tenemos la fortuna participar en la gestación de este nuevo concepto, nos corresponde sentar las bases para que el inevitable –y necesario– uso de la tecnología suponga un verdadero motor de transformación, igualdad de oportunidades y de respeto a la libertad. Se trata, en definitiva, de ser mejores sin dejar de ser nosotros mismos.

Alberto Ruiz-Gallardón es abogado en Ruiz Gallardón Abogados. Fue ministro de Justicia (2011-2014), presidente de la Comunidad de Madrid (1995- 2003) y alcalde de Madrid (2003-2011).

Fuente: El País