Mis dos hijos mayores se han incorporado este año al ciclo universitario, uno en Telecomunicaciones, otra en Medicina. Los dos son jóvenes brillantes y entusiastas, que abordan esta nueva etapa de su vida con ilusión. ¿Qué futuro laboral encontrarán cuando terminen sus carreras? ¿Habrán progresado respecto a sus padres y sus abuelos, o vivirán una nueva era de retos laborales, inestabilidad e inseguridad?

En Estados Unidos se ha acuñado el término gig economy, economía de los encargos, para caracterizar una nueva realidad conformada por el uso creciente de plataformas colaborativas y microtrabajo no regulado ni estable. Se cree que estas nuevas fórmulas de relación laboral experimentarán mayor protagonismo en el futuro, dibujándose un escenario donde el fenómeno, junto a otras formas de autoempleo, puede afectar al 50% de la población activa en 2030.
Nada de esto es nuevo. El impacto de internet sobre las formas de organización en el trabajo fue predicho por el economista Robert Malone en 1998, antes incluso de que estas plataformas existieran. Han sido no obstante gigantes como Uber, Deliveroo o Freelancer quienes han convertido la teoría en plausible. Si algunas de estas plataformas permiten que dispongamos de casi cualquier cosa en casi cualquier momento, otras ofrecen idéntica inmediatez y discrecionalidad en el terreno de los servicios y las microtareas. A través del crowdworking y las aplicaciones de trabajo bajo demanda, el concepto de la persona como servicio aparece como nuevo paradigma de lo que deparará el empleo.

En este sentido, el giggismo parece ser la última evolución cool de la figura del freelance, término utilizado en el mundo anglosajón para designar a nuestros autoempleados, autónomos o trabajadores por cuenta propia. La diferencia más apreciable es que en el mundo de los giggers la relación laboral se torna más líquida, desvinculada e impersonal, a través de sistemas que permiten consumir el trabajo gota a gota y en las que la relación cliente-proveedor se diluye y commoditiza. Para muchos esta nueva forma de trabajo es otra manifestación del progreso y libertad de elección que aporta la digitalización de la economía. Para otros no es más que la vieja y conocida precariedad laboral de los albores del capitalismo, cocinada ahora por startups y servida en su versión 2.0. ¿Quién tiene razón?

La principal crítica que reciben estas plataformas es que lejos de proporcionar opciones o facilitar una mayor flexibilidad, tienden a generar la dependencia del gigger respecto a la plataforma que le intermedia. Aunque existen una multitud de casuísticas, los estudios sugieren que uno se inicia en el giggismo por necesidad o para complementar los ingresos de un primer empleo en la economía tradicional.

La economía de los encargos suscita un debate más importante aún, derivado de la naturaleza misma de la relación entre gigger y plataforma. A diferencia del trabajador común, el gigger no solo carece en general de las más mínimas protecciones sociales, sino que incluso su propia condición laboral se encuentra en un limbo jurídico. Es un debate abierto y controvertido, en el que para muchos está en juego la protección de los derechos esenciales del trabajador y sobre el que la justicia avanza de forma todavía errática y poco clara.

Como ejemplo de esto último, en España se han dictado varias sentencias contradictorias contra Glovo, alrededor de la polémica de si los riders (los sufridos ciclistas urbanos que llevan la mochila amarilla característica de esta startup a cuestas, para entendernos) son profesionales independientes o falsos autónomos. El balance actual no deja de ser curioso: si un glover fuese capaz de pedalear desde Madrid hasta Valencia, al traspasar la delimitación provincial de esta última la empresa debería indemnizarle. En Madrid en cambio, le toca pedalear a su cuenta y riesgo, pagarse la cuota de autónomos y rezar para que no le atropellen mientras completa su entrega.

Las plataformas sostienen que su modelo ofrece al gigger la libertad de escoger cómo, cuándo y para quién realizar un encargo, proporcionando opciones, flexibilidad y transparencia en las condiciones. Si cuando yo era estudiante dar clases particulares o trabajar a tiempo parcial era una vía para tener unos ingresos, ¿no debería felicitarme de que mis hijos puedan hoy encontrar más oportunidades para hacerlo mediante estas soluciones? Es posible que para algunos colectivos, jóvenes o mayores de 55 años, por ejemplo, el giggismo no sea algo necesariamente malo, aunque sospecho que para los que progresen no pasará de ser una forma básica de entrar en el mercado o permanecer a flote temporalmente en él.

La economía de los encargos no representa todavía un peso específico muy destacado, ya que se estima que este tipo de trabajos informales o puntuales no suponen mucho más del 11% del total del empleo independiente. Pero es un fenómeno que va en auge y que a futuro puede requerir su abordaje adecuado por parte de todas las partes implicadas. Más seguridad, unos mínimos regulados por la ley, apostar por fomentar la formación y avanzar en el desarrollo de fórmulas de contribución social flexibles (por ejemplo, cuotas progresivas proporcionales a los ingresos) que beneficien al gigger sin penalizar a las plataformas pueden ser ideas interesantes.
Como dice el refrán, un grano no hace granero, pero ayuda al compañero. Tener opciones para desarrollarse profesionalmente o generar unos ingresos es siempre positivo. Otra cosa es si el giggismo puede proporcionar a largo plazo mayor empleabilidad y estabilidad o llegar a ser una alternativa sostenible como medio de vida.

Pedro Nueno es Socio director de InterBen

Fuente: Cinco Días