Podemos imaginar que, dentro de un tiempo, a los alefitas, ya adaptados a la vida en digital, les atraiga revisar las manifestaciones que los humanos mostramos durante el proceso turbador que ha llevado a un cambio radical de la sociedad y a una profunda afectación de las personas. De ser así, seguro que les interesará desempolvar la serie Black Mirror, que encandiló, en la segunda década del milenio, a quienes vivían ese tiempo confuso del tránsito.

En esta serie comprobarán la zozobra que se vivía ante los efectos de una tecnología galopante, invasiva, que trastocaba todo lo establecido y que dejaba una gran incertidumbre acerca de lo que estaba por venir tras su aparatosa irrupción. 

En esta serie comprobarán la zozobra que se vivía ante los efectos de una tecnología galopante, invasiva, que trastocaba todo lo establecido y que dejaba una gran incertidumbre acerca de lo que estaba por venir tras su aparatosa irrupción.

Esta inquietud se expresaba con una aceptación a escuchar distopías. Narradores que contaban historias que sintonizaban muy bien con los temores más o menos expresados de la población en la encrucijada del cambio. Porque, cuando el miedo genera ese malestar, se está más receptivo a narraciones que lo confirman. Se prefieren las distopías a las utopías, ya que se ve engaño en estas y sensatez en aquellas. El narrador clarividente frente al iluso utópico. Así que es muy comprensible esta complicidad con quienes levantan escenarios distópicos.

Los alefitas descubrirán en Black Mirror unas narraciones muy bien construidas que presentan escenarios perturbadores, ¿por causa de la acción deshumanizadora de la tecnología? Pues no, al contrario, cualquiera de sus historias se enraíza en la naturaleza humana, pero que la tecnología agudiza hasta llegar a hacer insoportables algunos de sus rasgos. De esta manera se interpreta correctamente el efecto que cualquier artefacto produce en los seres humanos: amplificar de algún modo una actividad que es propia de lo humano. Lo artificial —la técnica y la tecnociencia— son prótesis que amplifican las facultades de las que nos ha dotado la evolución natural. Sea una herramienta que aumenta la destreza de nuestras manos o la agudeza de nuestros ojos; sean ingenios para la capacidad retentiva de nuestra memoria o el alcance para comunicarnos de palabra; pero también sobre comportamientos como el amor, la mentira, los celos, la culpabilidad, la venganza… Y lo que consiguen las narraciones de Black Mirror es hacer ver cómo estos comportamientos de siempre, tan humanos, se desquician hasta la pesadilla. 

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Por atrevido que sea el escenario posible que se quiera ofrecer, no debe resultar ajeno, por lejano, al presente que se vive, pues de ser así resultará indiferente. Por tanto, hay que presentarlo desenfocado, con un punto de borrosidad que impida su fijación temporal exacta. Y eso se consigue con los anacronismos. Entrelazar objetos, lugares, situaciones del momento, perfectamente reconocibles, con otros elementos nunca vistos, futuribles. En la mayoría de las narraciones de Black Mirror, el entorno es el cotidiano de hoy con algún artefacto nuevo o uno ya existente, pero con muchas mayores prestaciones, y esto proporciona sensación de proximidad, de inminencia, pues ya está aquí lo que tememos y que nos va a hacer desembocar en un escenario indeseado. Solo unas pocas optan por escenarios futuribles tópicos, en los que se filtran objetos o situaciones del presente, para conseguir ese desenfoque temporal.

Con las historias de Black Mirror, los alefitas podrán conocer dónde se anclaban nuestros temores. En el miedo a que lo virtual penetre como niebla en nuestro mundo real hasta hacer que nos extraviemos y no encontremos la vuelta a la realidad. O en la interpretación de que lo virtual es una apariencia especular de lo real y terminemos absortos al otro lado del espejo. El temor a que nuestras relaciones humanas mediadas por artefactos de comunicación nos mantengan enganchados, pero no próximos. El recelo a quedar desamparados, sin el cobijo de la intimidad, por las miradas agobiantes de los otros, que nos observan, en un mundo en red, sin necesidad de vecindad. O, también, a que los poderes succionen toda nuestra información y nos la devuelvan interpretada. El agobio ante la posibilidad de que la memoria personal vague fuera de nosotros. O que, como en el capítulo titulado Metalhead, los robots sean una jauría para los humanos, sus creadores.

Los alefitas conversan y debaten acerca de esta serie de culto atraídos por las historias que no les hablan ya, como a nosotros hoy, de un posible futuro inmediato, sino de los temores que han pasado para llegar al mundo digital que habitan… Y algunos de estos análisis tendrán su lugar en próximos artículos.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla. 

Fuente: El País