La decisión del Ayuntamiento de Palma de prohibir el alquiler de pisos turísticos en la capital (se aprobará previsiblemente en el pleno de mañana) a partir de julio es una drástica respuesta a la presión que el alquiler turístico ejerce sobre la ciudad —extrapolable a otras ciudades de España, como Barcelona— y un reconocimiento de las dificultades de los Ayuntamientos para regular adecuadamente el fenómeno. En teoría, podrían haberse buscado soluciones más graduales, pero han pesado otras razones políticas y económicas. Una de ellas es la protesta vecinal por las alteraciones de la convivencia en zonas donde se acumulan los visitantes esporádicos; otra es el malestar de las empresas hoteleras. Entienden que las actividades sin control de plataformas como Airbnb y otras suponen competencia desleal, en términos de oferta y fiscalidad.

Sin una regulación adecuada, los pisos turísticos distorsionan gravemente el mercado inmobiliario. Encarecen los precios, restan oferta de alquiler para la demanda estable y sortean, al menos hasta el momento, la obligación fiscal. Ha costado una larga negociación y no pocos enfrentamientos conseguir que Airbnb acepte informar a Hacienda de los pagos y cobros de los alojamientos, algo que hacen con regularidad los establecimientos hoteleros. Para la ciudad de Palma, el alquiler turístico se había convertido en un problema sin control. En dos años, la oferta de este tipo de alojamientos había crecido en más del 50%, hasta llegar a las 20.000 viviendas (de las cuales solo unas 650 tenían licencia).

Los problemas generados por los pisos turísticos son muchos e innegables: los Ayuntamientos tienen el deber de preservar los equilibrios urbanos. Pero es dudoso que el modelo de prohibición total adoptado allí sea el recomendable. Pese a las dificultades administrativas y el coste económico de hacer cumplir las normas, es preferible un modelo de regulación exigente y riguroso a la prohibición sin más.

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Fuente: El País