Francamente, dudo que lleguemos a viajar en el tiempo. Si lo pudiéramos hacer, llevaría mi Delorean a la Florencia de mediados del siglo XIX y le preguntaría a Antonio Meucci, inventor del teletrófono, posteriormente patentado por Graham Bell como teléfono, si creía que iba a ser «uno de los grandes protagonistas de la Segunda Revolución Industrial?”. Probablemente su respuesta fuera que no.

Las revoluciones son inabarcables mientras suceden. Son olas de transformación cuya profundidad y matices apenas alcanzamos a intuir cuando estamos inmersos en ellas. Sólo con la perspectiva que da el tiempo entendemos su calado, lo que nos dejaron de positivo y negativo. La Segunda Revolución Industrial desencadenó transformaciones que afectaron al sistema educativo, científico y tecnológico, al factor trabajo, al consumo, al tamaño y gestión de las empresas, a la política, a la mentalidad… a la sociedad. Una transformación integral de la que sólo algunos de sus protagonistas eran conscientes.

Sabemos que estamos sentando las bases de un futuro colaborativo que será, seguro, aún mejor para todos

Una consciencia que exige a esos protagonistas una enorme responsabilidad.

Si me trajera a Meucci de vuelta a nuestro presente probablemente vería atónito cómo podemos leer su historia en Wikipedia, cómo podemos comprar varios libros en los que se le menciona en Amazon, o cómo podemos ver en medios de comunicación online lo que sucede en su Florencia natal minutos más tarde de que ocurra. Pero, pese a su perplejidad, para él sería más fácil que para nosotros identificar la Revolución en la que nos encontramos.

Hace unos días Vice publicaba un documental llamado La tercera Revolución Industrial: una economía colaborativa nueva y radical, una charla magistral impartida por el economista, sociólogo y asesor político Jeremy Rifkin, autor de obras como La sociedad de coste marginal cero. Tanto en el documental como en sus últimas obras habla de un modelo económico actual insostenible y de un nuevo paradigma en el que ya estamos inmersos: la economía colaborativa. Una economía cuyo volumen de negocio PricewaterhouseCoopers cifró en 335.000 millones de dólares para 2025.

Por curiosidad profesional, y por ser la evolución de su teletrófono, le enseñaría a Meucci un smartphone. Él inventó el primer teléfono para poder estar en contacto con su esposa desde su despacho, en la planta baja del mismo edificio en el que ella se encontraba inmovilizada por una enfermedad. Quizá por eso no le sorprendería que de nuevas necesidades hayan surgido nuevas soluciones. Pero, ¿podría sorprenderle la velocidad del cambio?

Es responsabilidad del disruptor el impacto socioeconómico de su innovación

Cuando él falleció en 1889, William Gray ya había creado un teléfono público en un banco de Connecticut. En tres años, se instalaron más de 80.000 aparatos. Al comenzar el siglo XX se empezaron a construir cabinas de teléfono públicas y al terminar el siglo, ya usábamos móviles. Y aunque en el 2000 sólo podíamos llamar, mandar SMS o jugar a snake, 18 años más tarde casi podemos pedirle a Siri que vaya poniendo la lavadora o que conecte con nuestras casas para que veamos si nuestras mascotas están bien. Llevamos un HAL 9000 en miniatura en el bolsillo. ¿Quién nos lo iba a decir? Así que sí, incluso a un disruptor nato le sorprendería la velocidad del desarrollo actual.

Es tal la velocidad tecnológica, científica y educativa que la reacción más natural es el vértigo. Nunca en la humanidad todo cambió tan rápido, nunca todo cambió constantemente. ¿Cómo no vamos a temer el resultado? Sin embargo, estos cambios han permitido que vivamos en un mundo con el mayor nivel de calidad de vida de la historia . Como decía recientemente el expresidente estadounidense Barack Obama en la Asamblea General de las Naciones Unidas: “casi cualquier problema que midamos está mejor que hace 50, 25, e incluso 10 años”. Pero, claro, esa misma innovación constante trae nuevos y enormes retos.

Y ante los retos, la respuesta no es el inmovilismo, sino la responsabilidad.

Son varios los pronunciamientos del Parlamento Europeo en materia de economía colaborativa que apuntan a una regulación que se está adaptando necesariamente a las exigencias que impone el futuro. En ese camino regulativo se han dado algunos pasos como una primera diferenciación en 2016 entre modelos de economía colaborativa y modelos de economía bajo demanda. Porque nada tiene que ver compartir conocimiento en cursos online masivos y abiertos como los MOOC con compartir una vivienda unos días a cambio de algo. O porque nada tiene que ver que se compartan los gastos de un trayecto en coche de un viaje que se hará sí o sí, como es el caso de BlaBlaCar, con que se preste un servicio con ánimo de lucro a una persona que así lo solicita. En los próximos meses veremos cómo se sigue aclarando, porque es muy necesario, quién es quién dentro de un paraguas que forma parte del nuevo paradigma tecnológico, pero en el que se han enmarcado modelos de negocio, necesidades y realidades muy distintas.

Y es que en esta Tercera Revolución Industrial todos somos protagonistas del cambio y todos debemos asumir nuestra responsabilidad para construir la sociedad que queremos.

Todos, como usuarios, continuaremos globalizando un cambio de mentalidad que evoluciona desde la propiedad (muy presente en la Segunda Revolución) hacia el uso (característico de la Tercera). Cambio que, dada la necesidad de optimizar recursos limitados y teniendo en cuenta el crecimiento poblacional, no es que tenga sentido sino que es ineludible. También forma parte de nuestra responsabilidad común como usuarios saber que podemos y debemos exigir modelos sostenibles que impacten positivamente en la sociedad. Para algo somos, en el fondo, quienes decidimos qué innovaciones queremos que permanezcan y cuáles debemos corregir.

Es responsabilidad del disruptor el impacto socioeconómico de su innovación. Aunque persiga un beneficio propio lógico, debe dar respuesta a los retos que genera, ya sean fiscales, laborales, sociales o de cualquier otro orden. Pero esas respuestas sólo serán posibles en colaboración con los reguladores, cuya responsabilidad es igualmente clave. La administración debe saber diferenciar modelos que, como los colaborativos o los bajo demanda, no pueden ni deben incluirse en un mismo saco. Porque no es lo mismo compartir entre particulares sin ánimo de lucro para optimizar recursos que prestar servicios a cambio de remuneración, igual que no es lo mismo poner en contacto a particulares que establecer relaciones de colaboración que redefinen la laboralidad. Juntos, debemos encontrar vías para acomodar las nuevas realidades que acompañan a cada innovación en la sociedad que queremos.

La evolución y sus revoluciones conllevan cambios, a priori, positivos. Pero es la responsabilidad individual y colectiva (empresarial, institucional, del tercer sector, etc), ayudada por el conocimiento y la consciencia de estar siendo protagonistas históricos, la que determina esa revolución. Sólo desde el trabajo conjunto podremos construir soluciones a largo plazo que nos permitan seguir mejorando la calidad de vida global.

Meucci nunca supo hasta qué punto nos cambiaría la vida. Nosotros sabemos que estamos sentando las bases de un futuro colaborativo que será, seguro, aún mejor para todos.

Jaime Rodríguez de Santiago es country manager de Blablacar para Iberia y  Alemania

Fuente: El País