Si han estado mirando los mercados bursátiles probablemente sienta mareos. ¡El Dow Jones se hunde! ¡No, se recupera! ¡Un momento, vuelve a hundirse! En general, intentar explicar las fluctuaciones de la Bolsa no lleva a ninguna parte. Pero en este caso, está claro lo que ocurre. Cuando los inversores sospechan que Donald Trump cumplirá sus amenazas de aumentar los aranceles, lo que provocaría represalias en el extranjero, las Bolsas se hunden. Cada vez que deciden que es mero teatro, se recuperan. A los mercados no les gusta nada, nada, la idea de una guerra comercial.

¿Se avecina una guerra comercial? Nadie lo sabe, ni siquiera el propio Trump. Porque si bien el comercio es una de las dos cuestiones que lo definen —la otra es el odio a las personas de piel oscura—, en lo referente a exigencias reales a otros países, el tuitero en jefe y sus ayudantes no saben lo que quieren, o quieren cosas que nuestros socios comerciales no pueden darles. No es que no quieran, sino que no pueden. Como consecuencia de ello, la incoherencia se impone: el Gobierno arremete, después intenta calmar a los mercados afirmando que posiblemente no lleve a cabo sus amenazas, y luego lanza una nueva ronda de amenazas.

Hablemos en particular del posible, o no, enfrentamiento con China. En algunos aspectos, China es realmente un mal actor en la economía mundial. En concreto, se ha burlado de las normas internacionales sobre derechos de propiedad intelectual, apropiándose de tecnología extranjera sin pagar lo que corresponde. Y para ser justos, los funcionarios de Trump plantean en ocasiones la cuestión de la propiedad intelectual como justificación para mostrase duros. Pero si el objetivo fuese conseguir que China pague lo que debe en tecnología, lo suyo sería que Estados Unidos plantease exigencias específicas en ese frente y adoptase una estrategia dirigida a inducir a China a cumplirlas.

En realidad, Estados Unidos ha dado pocas pistas sobre qué debería hacer China respecto a la propiedad intelectual. Por otro lado, si su propósito fuese una mejor protección de los derechos de patente y cosas por el estilo, Estados Unidos debería establecer una coalición con otros países avanzados para presionar a los chinos; en cambio, ha estado ganándose la enemistad de todos los que se le ponen por delante. En cualquier caso, lo que realmente parece molestarle a Trump no son los verdaderos pecados políticos de China, sino su superávit comercial con Estados Unidos, que insiste en que alcanza los 500.000 millones de dólares anuales. (En realidad, no llega a 340.000 millones, ¿pero quién lleva la cuenta?) Este superávit comercial, insiste, significa que China va ganando, robándole de hecho 500.000 millones de dólares al año a Estados Unidos.

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Como muchos han señalado, esto es economía basura. Excepto en tiempos de desempleo masivo, los déficit comerciales no suponen un detrimento para las economías que los soportan, y tampoco los superávit comerciales son una adición para las economías situadas en el otro lado del desequilibrio. En conjunto, el déficit comercial estadounidense no es sino la otra cara del hecho de que Estados Unidos recibe de los extranjeros más inversiones que las que los países extranjeros reciben de los estadounidenses. La política comercial no tiene nada que ver con ello.

Además de esta confusión conceptual, hay un hecho riguroso que pocos —y que yo sepa, nadie en el Gobierno de Trump—parecen apreciar: China ya no mantiene elevados superávit comerciales. No siempre ha sido así. Hace una década, el superávit por cuenta corriente de China —una medida general que incluye el comercio de servicios y la renta derivada de inversiones en el extranjero— era superior al 9% del PIB, un porcentaje muy elevado. En 2017, sin embargo, su superávit fue solo del 1,4% del PIB, lo cual no es mucho. Por el contrario, Estados Unidos mantuvo un déficit por cuenta corriente del 2,4% del PIB, un poco más elevado, pero también mucho menor que los desequilibrios de mediados de la década de 2000. Pero en ese caso, ¿por qué es el comercio ‘bilateral’ entre Estados Unidos y China tan desequilibrado? La respuesta es que se trata en gran medida de un espejismo estadístico. China es el ‘gran ensamblador’: es donde las piezas procedentes de otros países, como Japón y Corea del Sur, se juntan para fabricar productos de consumo para el mercado estadounidense. De modo que buena parte de lo que importamos de China se produce en otra parte.

No está claro por qué deberíamos exigirle a China que deje de desempeñar esa función. De hecho, no está claro que China deba siquiera reducir su superávit bilateral con Estados Unidos: para hacerlo, necesitaría tener una economía distinta. Y esto no va a ocurrir, a menos que se desate una guerra comercial a gran escala que destruya buena parte de la economía mundial que conocemos. Y bueno, es posible que a Trump en concreto le fuese bien con una desglobalización a gran escala. Pero como hemos visto, su amado mercado de valores odia la idea, y con razón: las empresas han realizado enormes inversiones bajo la suposición de que la economía mundial seguirá integrada, y una guerra comercial dejaría varadas muchas de esas inversiones. Ah, y una guerra comercial también causaría gran devastación en el Estados Unidos rural que vota a Trump, puesto que buena parte de nuestra producción agrícola –incluidos casi dos tercios de nuestros cereales para alimentación– se exporta.

Y por eso las cosas parecen tan incoherentes. Un día, Trump se pronuncia con dureza en materia de comercio; entonces las acciones caen, y sus asesores se esfuerzan por convencer de que no va a estallar una guerra comercial; luego le preocupa parecer débil, y vuelve a tuitear más amenazas; y así sucesivamente. Llamémoslo el arte de hacer aspavientos.

Paul Krugman es premio Nobel de Economía.
© The New York Times Company, 2018.
Traducción de News Clips.

Fuente: El País