He visto el documental de Netflix sobre la escritora y periodista Joan Didion condicionada. Me senté delante de la televisión preparada a empatizar, llorar y envidiar. Los mismos sentimientos que la burbuja de Facebook me había inoculado. Me encontré con una anciana de pelo corto y rubio. Que mueve las manos y los brazos sin diligencia. Que al final de su vida me dejó pensando como ya lo hizo en sus primeros libros.
– ¿Tienes serpientes?, le pregunta Didion a su interlocutor.
– No tengo, no soy muy fan de las serpientes.
– ¿Si te encontraras con una?
– La mataría.
– Matar una serpiente es como tener una.
Después de la respuesta, el primer plano devuelve a una mujer de sonrisa amarillenta surcada por las arrugas.
¿Qué es una serpiente? ¿Miedo, peligro, muerte, divorcio, trabajo, la separación de una hija? Ella fue buscando respuestas a lo largo de su vida haciéndose preguntas. Para conocer el dolor intentó comprenderlo. No tuvo que hacer mucho esfuerzo para encontrarse de frente con las víboras más dolorosas. Sobrevivió a la muerte de su compañero de vida y de su hija contándolo en sus libros.
Volví a las redes dispuesta a unirme a ese ritual de adulación compartida y complaciente. Habían pasado los días y ya no solo encontré buenas palabras: las malas, como las serpientes, comenzaron a aparecer. “Didion es previsible, nada es novedoso, es un documental muy normalito”. El resguardo del sesgo positivo me estaba jugando la misma mala pasada que mi contradictorio e infiel debate interno diario. “Matar una serpiente es como tener una serpiente”.
Fuente: El País