Para nuestra escala de percepción, la Red es una osamenta de extensión planetaria constituida por millones de artefactos. Ingenios que van desde el móvil que tocamos hasta misteriosas salas que nunca pisaremos, pero de las que nos hablan, y en las que se apilan, en un orden exacto y frio, incontables dispositivos que a través de pequeñas aunque inquietantes luces parece que palpitan. Entrar en esos recintos, caminar por sus pasillos —como los que trazan las estanterías de una biblioteca—, dará la sensación de que te están observando.

Y entre estos dos extremos —de la prótesis del móvil a los recintos blindados y enigmáticos—, un sinfín de máquinas de todos los tamaños, formas y funciones. Pero a otra escala, que nuestros ojos ya no alcanzan, y que es difícil de imaginar, hay otro mundo. Un mundo en el que todo es agitación.

La Red a esa escala es entonces una nube densísima de intangibles ceros y unos en movimiento caótico y generador.

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Este polvo de ceros y unos forman ristras —algoritmos—, que se aovillan, y continúan con esta agitación. Estas largas ristras no permanecen inalterables y soldadas, de manera que sus segmentos se reparan y renuevan sin descanso, dando como resultado sucesivas versiones de estas enmarañadas hileras.

A otra escala, la Red es un borboteo constante de mensajes que circulan, es decir, que se mueven en círculos creados por personas que se aproximan hasta formar un corrillo sin lugar. Y estas burbujas se desvanecen rápidamente o resisten un tiempo. En su agitación se adhieren a otras, y transfieren sus mensajes, hasta poder llegar a formar espuma. Son burbujas, pequeñas, frágiles, que adquieren consistencia por entrar en contacto con otras. Es la manifestación de la fuerza de lo pequeño pero abierto que posibilita la Red, y del fenómeno sorprendente de la difusión de la información cabalgando sobre algo tan liviano y vulnerable como las burbujas que hacen espuma.

Incluso a la escala de nuestros ojos, la Red se deshilacha por el efecto corrosivo de la obsolescencia y hay que repararla constantemente. E incluso cuando nos asomamos a través de la pantalla al mundo virtual que contiene la Red, lo vemos porque nos lo alumbra el crepitar de los píxeles.

Aquello que deja de agitarse se convierte en polvo de ceros y unos que precipita y se acumula en capas de sedimentos

Todo está en movimiento. El impulso de la vida de la Red está en lo pequeño y frágil, pero con una capacidad de adherencia y transferencia que posibilita construcciones imprevisibles y asombrosas, que no se desmoronan porque se mantienen en constante remodelación. Pues aquello que deja de agitarse se convierte en polvo de ceros y unos que precipita y se acumula en capas de sedimentos. La Red produce un poso creciente de todo aquello que se ha ido depositando a causa de haber dejado esta agitación, expresada a través del movimiento, del cambio, de la transferencia, de la repetición, de la reverberación, de la recomposición… Crece el yacimiento que tendrán que trabajar los arqueólogos de la Red para remover los inmensos depósitos que la vida digital produce sin cesar.

Solo esta excitación hace posible que la Red no sea un fenómeno explosivo —como se nos muestra a la escala de sus aparatos— sino, aunque parezca contradictorio, una fabulosa implosión. Y que esta contracción no colapse en un punto, sino que consiga que exista un espacio sin lugares, sin distancias, sin demoras, donde lo que ahí sucede tenga las manifestaciones casi mágicas —virtuales— que caracterizan el mundo digital y que resultan inalcanzables para nuestras limitaciones en el mundo que llamamos real.

Fuente: El País