En el mundo de máquinas que ha levantado la industrialización hemos empezado a ser sensibles a la disipación de la energía que alimenta estas máquinas. La disipación supone una pérdida infructuosa de energía, porque no se convierte en el trabajo para el que está destinada esa máquina. Basta poner la mano sobre el capó de un automóvil para sentir esa disipación en forma de calor, y recordar los coches de hace años con su despilfarro energético.

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Las máquinas, como las formas vivas en la evolución, buscan ser más eficientes y evitar así que la energía que tanto cuesta conseguir para sus motores y sus cuerpos se derrame sin ser aprovechada. La evolución natural nos enseña que es implacable ante esa disipación, y que las formas de vida ineficientes por este motivo se frustran.

Ahora estamos en el umbral de un mundo que ya no solo lo van a mover y transformar las máquinas, convirtiendo la energía en trabajo, sino que lo está levantando la metabolización de la información en conocimiento. Las condiciones favorables para este despegue al que estamos asistiendo se muestran en la disponibilidad asombrosa de información. Con una abundancia superior a las fuentes energéticas que la industrialización ha tenido para su desarrollo.

Y, consecuentemente, nos encontramos hoy poseídos por la euforia y despreocupación que produce el exceso. De igual modo que nos hemos comportado ante el consumo energético: no importaba el despilfarro, pues había mucha energía disponible, ni la disipación de los aparatos, ni se percibía la contaminación que esa ineficiencia provocaba (contaminación que, para la disipación de la información, es el ruido).

La Red ha disparado el aporte de información a la sociedad, que otros medios tecnológicos del siglo pasado habían ya iniciado, aunque sin los efectos tan radicales del mundo digital en el que estamos. Los cerebros —un órgano que recibe información, que la metaboliza (recombinación, abstracción…) y que la transmite— están inmersos en un entorno único hasta ahora, excepcionalmente favorable para realizar estas funciones. Pero esta facilidad y novedad tienen como contrapartida que no se aprovecha eficientemente tal potencial.

Estamos en el umbral de un mundo que ya no solo lo van a mover y transformar las máquinas, sino que lo está levantando la metabolización de la información en conocimiento

Fijemos nuestra atención en cualquier proceso de comunicación —relevante o cotidiano, implicando a muchas personas o a dos— y comprobaremos la disipación de información que le afecta. El esfuerzo para un cerebro que supone transmitir lo que ha metabolizado y el desvanecimiento que sufre la transmisión mientras alcanza a otros cerebros. Y esto repitiéndose sin cesar e incalculablemente en un mundo en red (que es mucho más que el de internet).

Si este mundo lo encerráramos en la imagen de una máquina, ¿qué calor se disiparía sin producir trabajo? Y es que estamos al principio de un nuevo modelo de sociedad y la torpeza hace que desaprovechemos mucho potencial que contiene.

Ante esta disipación, se busca contrarrestarla con la reiteración. Si sabemos que la información se va a desvanecer, pues insistimos en transmitirla una y otra vez para reforzarla. Pero esta repetición hincha más, con redundancia, un entorno ya de sobreinformación, lo que finalmente provoca el efecto contrario al deseado.

Otra reacción para contener la disipación es acortar los mensajes, suponiendo así que por cortos y efímeros no hay tiempo para que se debiliten. La consecuencia es el riesgo de empobrecimiento del contenido, ya que se desmigaja el discurso. Y es cuando los argumentos, las razones, los análisis dejan de discurrir, pues les falta la coherencia de un discurso, que se ha fracturado. Eso hace que la información atomizada, ya sin razones, se envuelva en emociones.

Y así estamos ahora en una sociedad con muchas emociones y pocas razones. Junto con unos niveles de ruido que convendría rebajar, pues el ruido es la forma de contaminación que la disipación de la información produce.

Estamos en el principio de esta nueva vida en digital, y la tarea que hay por delante es ingente y apasionante. Hay que reinterpretar los lugares (aulas, tribunas, escenarios…) y cómo nos comunicamos en ellos; buscar cómo ingeniamos formas de comunicación para los nuevos medios y espacios tecnológicos, con los nuevos recursos, aún por explotar, aunque los estemos usando masivamente. Una sociedad del conocimiento, movida por esa fuente poderosa e inagotable de la información, tendrá que ser también una sociedad de la comunicación.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

Fuente: El País