Es un punto de fuga reflejado en un espejo retrovisor. Una mancha de color que se diluye sobre el horizonte. El trabajo “para toda la vida” se desvanece y también la sensación de seguridad que transportaba. La revolución digital (y su capacidad a través de Internet y las redes sociales de comunicarse de forma fácil y barata) ha impulsado a la gig economy. Un término que esconde progreso y precariedad. Esta economía de los bolos, de la ocupación por proyectos y de las nuevas relaciones que imponen las plataformas digitales (Uber, Airbnb, Glovo, Cabify…) conduce a una existencia zurcida con hilos de seda. Sin horarios, sin ingresos estables, sin apenas beneficios sociales; ¿sin vida? Por eso muchos ven en estos modelos de trabajo una condena. Otros, en cambio, atisban liberación. El equilibrio resulta inestable. “Para algunas personas, el trabajo independiente aumenta la volatilidad de sus ingresos. Otras, por el contrario, entienden que puede suavizar las fluctuaciones de sus ganancias”, observa Alan B. Krueger, profesor de Economía en la Universidad de Princeton y ex asesor jefe del gabinete económico de Barack Obama.

Las dos caras del trabajo en empresas tecnológicas

Desigualdad

El problema de esta economía de lo parcial es su asimetría. Nada tiene que ver el repartidor en bicicleta, que cobra 12 o 15 euros la hora y tira los dados de su salud en cada bocanada de aire entre coches, motos y autobuses, con el programador informático que supera los 150 euros y teclea en el despacho de su casa. Las nuevas formas laborales siguen expresando la misma inequidad que las antiguas. ¿Por qué? “Las empresas no quieren tener trabajadores, no quieren gestionar el factor humano y esta economía de los bolos es una vuelta más de tuerca”, critica Carlos Martínez, miembro de la secretaría confederal de Salud Laboral y Medio Ambiente de CC OO. “Ahora lo que existen son falsos autónomos, eventuales, subcontratas y subcontratas de las subcontratas”. La relación entre trabajador y empresa se deshace y la sociedad, obsesiva, empuja a ser empresario de uno mismo. “Estamos viviendo una revolución tecnológica y vamos hacia una economía que sufrirá una gran destrucción de empleo en la que ganarán los emprendedores y no los asalariados”, vaticina Miguel Otero-Iglesias, investigador principal del Real Instituto Elcano.

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Una vez más, el mundo vuelve a partirse entre ganadores y vencidos. Aunque se ignore la dimensión real de las bajas. La Oficina del Censo de Estados Unidos no ha publicado datos de trabajadores contingentes o no convencionales desde 2005. Algunas fuentes estiman que los empleados a tiempo parcial, autónomos, eventuales y subcontratados suponen hasta el 20% de la población activa del país. Dentro de ese porcentaje solo un 0,5% podría atribuirse a las nuevas plataformas digitales. “El fenómeno es muy reciente y parece pronto para que exista consenso, lo que sí ha aumentado con enorme fuerza son los trabajadores por cuenta propia”, reflexiona Adrià Morron, economista de CaixaBank Research. “Pero este empuje se ha vivido en un periodo de recesión económica, con lo que puede responder a una situación coyuntural”. De momento, en Europa, el 14,2% de los empleados son temporales y según la consultora McKinsey más de 162 millones de personas en el Viejo Continente y Estados Unidos ya forman parte del trabajo independiente. Aun así, conviene enfriar los números. “Es un cambio que todavía no resulta disruptivo porque afecta a un grupo limitado de personas. Sin embargo, en el futuro, se convertirá en la forma de hacer las cosas”, prevé María Romero, consultora en Analistas Financieros Internacionales (AFI). Un cambio, demasiadas veces, obligado. “Estamos viendo muchas personas que salen de las compañías a edades tempranas y que se están convirtiendo en trabajadores contingentes”, relata Jaime Sol, socio responsable de People Advisory Services de EY. “Son profesionales con ganas y vitalidad que recurren a la fórmula de prestación de servicios”.

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Pérdida de derechos

Pero el verdadero fuego prende cuando estos nuevos modelos ceban la precariedad. Es lo que sucede en ese universo rodeado de materia oscura de las plataformas digitales y los repartidores (riders). “Hay temas que aún no están resueltos, como la pérdida de beneficios sociales y derechos, las bajas por enfermedad, las horas extra y las tarifas de un mercado en el que se pueden generar ciertos abusos”, analiza Jorge Aguirre, socio de EY. La revolución digital produce víctimas, personas que quedan excluidas o cuya fragilidad (sobre todo jóvenes) debe protegerse. “La historia”, escribe Miguel Otero-Iglesias, “nos enseña que si los ganadores no compensan a los perdedores de una manera más o menos voluntaria, o bajo un contrato social, el conflicto en la sociedad está asegurado”.

Tal vez en el futuro la gig economy abra una grieta por donde se filtre la luz en un mundo que amenaza con elevadas tasas de desempleo. Pero por ahora, y por lo que se sabe, más parece el pirómano sorprendido con la candela en la mano. Un estudio de 2016 del Pew Research Center en Estados Unidos halló que las personas que trabajan en esa expresión económica suelen proceder de minorías étnicas (sobre todo negros e hispanos) y son más pobres que el resto de la población. Otro informe (Job Quality and Escape Velocity), este firmado por Bank Of America Merrill Lynch, revela que la fuerte caída del paro en la zona euro en los últimos tres años ha sido sostenida por empleos de “baja calidad”. Una fragilidad que se une a lo precario. España es el segundo país de la Unión Europea con mayor tasa de temporalidad. A cierre de 2016, según datos de Eurostat, el 26,1% de los trabajadores carecía de contrato fijo. Casi el doble frente a la media comunitaria (14,2%). Esta inequidad y esta injusticia suben al estrado.

Diversas sentencias judiciales recientes, tanto en Europa como España, que atañen a plataformas tecnológicas como Uber y Deliveroo, han resuelto que el vínculo entre los trabajadores y la empresa no era mercantil (autónomos) sino laboral (asalariados). Esta misma argumentación es la que defiende Anna Ginés, profesora de Esade, quien lleva dos años estudiando este fenómeno. “Existe una relación de esa naturaleza porque la plataforma incide en la prestación de los servicios, fija cómo contratar a los clientes y asigna el trabajo (Deliveroo, por ejemplo, usa un algoritmo)”, resume la docente. Desequilibrada la balanza, las consecuencias son profundas. “Estas estructuras están ayudando a generar precariedad. El contrato de cero horas no existe, no se puede contratar a nadie, según la legislación española, sin una jornada mínima asignada”, critica Ginés.

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Sin embargo, esos no son los únicos callejones oscuros. En estas plataformas y en esta economía apenas existen posibilidades de crecimiento laboral y el acceso al crédito y las pensiones resulta menor en comparación con un trabajador asalariado. “Tenemos que pensar cómo adaptamos la normativa a estas nuevas formas de trabajo sin que nadie salga perdiendo”, plantea Juan Ramón García, experto de BBVA Research. En este empeño algunos principios parecen esculpidos en piedra. “Los Gobiernos deberían extender más la protección social y los beneficios que disfrutan los trabajadores regulares a los independientes”, aconseja Alan B. Krueger. El propio economista, junto a Seth Harris, ex secretario de Trabajo estadounidense, propone un estatus específico que incluiría derechos como la sindicación. Eso sí, se queda fuera el salario mínimo, el paro y el abono de horas extra porque son los empleados quienes deciden cuándo trabajar. Este modelo quizá tenga sentido en la cultura laboral estadounidense, pero en España hiere. A medio camino, Francia ensaya una vía que quizá encaje en la normativa española. ¿En qué consiste? “El legislador”, relata Rubén Agote, socio del despacho Cuatrecasas, “no ha optado por crear una nueva categoría laboral, sino que concedió una serie de derechos a los trabajadores independientes que prestan sus servicios a través de ciertas plataformas”. Entre otras obligaciones, estas empresas deben cubrir los costes de los accidentes en el trabajo y ofrecer formación continua. Además, los empleados pueden dejar de trabajar para mejorar sus condiciones laborales.

Sin duda, la tecnología y un trabajo que se desmaterializa exigen proteger la fragilidad de las personas. Los economistas plantean soluciones distintas para la misma ecuación. Desde el aprendizaje continuo hasta convertir a los trabajadores en accionistas de la compañía.

El cambio tecnológico ha intensificado la desigualdad de rentas de los trabajadores. El empleo se genera en los extremos de la horquilla. Donde la cualificación y los salarios son ínfimos y donde la exigencia y los ingresos son máximos. Pero el espacio precario se vuelve más precario. Y una derivada inmediata de esas matemáticas de lo mínimo es la pérdida de coberturas sociales. De ahí que sea urgente atar en corto a los nuevos modelos de relaciones laborales. Porque si no para millones de trabajadores la economía del futuro será un paisaje incluso más inhabitable de lo que ya lo es estos días.

Fuente: El País