El poderoso caudal de la ciencia química procedente de las fuentes del siglo XIX se derramó en el siglo XX y produjo transformaciones asombrosas en la vida de los humanos. Y la ciencia de la computación que brota en el XX se derrama en el XXI con unos primeros efectos extraordinariamente alteradores del mundo, hasta el punto de hablar ya de una vida en digital.

Una plasmación tecnológica de esta expansiva ciencia química han sido los plásticos. Su llegada a la vida cotidiana produjo desde un principio las estimaciones encontradas entre una acogida entusiasta y un desprecio por ese material y sus productos. No se quebraban como la botella de cristal, el plato de loza o la vasija de barro; no había que restañarlos como el barreño de metal, ni se abollaban, ni pesaban tanto, ni chirriaban. ¡Bienvenidos! Pero otra valoración contraria surgía igualmente: eran falseadores; reproducían objetos que no estaban hechos con sus materiales originales, ¡y qué decir de las flores de plástico, el sumun de la falsificación!

Con los plásticos, por falseadores, se abría a la mitad del siglo XX un recelo que hoy lo proyectamos sobre objetos hechos ya no con polímeros, sino con ristras de ceros y unos, es decir, virtuales. Hoy la virtualidad digital trastorna y se enfrenta a lo que consideramos real. Tiene más plasticidad y capacidad de engaño que la alquimia del plástico. Y si el plástico nos envuelve ya, y está incrustado por todas partes, lo virtual habita también entre nosotros hasta hacer un mundo dual real-virtual, especular, un mundo que se manifiesta a un lado y otro del espejo.

Así que, por ejemplo, el libro de papel nos parece de más entidad y fuente de otras sensaciones que aquel que se muestra, con páginas, pero sin hojas, en el espejo de la pantalla; sin embargo, esa virtualidad permite tener al alcance, y no solo un texto, un mundo de objetos y experiencias imposibles si están, con volumen y masa, en su lugar correspondiente.

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Los plásticos trajeron también otra relación con los objetos: nos hicimos más desprendidos; los abandonábamos sin resistirnos cuando habían cumplido su primera función. Sin embargo, en un principio hasta un pequeño vaso de plástico hacía dudar a quien había comido el yogur si guardar el recipiente para otro posible uso. Pero nos estábamos preparando para el fenómeno global de la obsolescencia que caracteriza nuestra relación con las cosas en esta sociedad: un creciente desapego hacia los objetos, una falta de interés por conservarlos, un abandono mucho antes de su deterioro. Pues con los objetos virtuales se agudiza esta indiferencia; son tan abundantes, reproducibles, no hay que darles lugar en nuestro entorno… que su posesión y mantenimiento no son apetecibles.

Quién iba a decirnos que una fotografía, un fragmento de tiempo rezumando emociones, al que se le daba lugar en un álbum, una caja, entre las páginas de un libro, o se enmarcaba, al dejar de ser resultado de un proceso químico y se ha hecho digital, ceros y unos, breves destellos de píxeles, cambiamos nuestro gusto y hacemos muchas, para conservar pocas en álbumes electrónicos inconsistentes.

Incontables acciones pequeñas, triviales, locales, se vierten en la Red, y unas corrientes poderosas las recogen y concentran para alimentar inmensas plataformas

La abundancia ha degenerado en exceso, y el desprendimiento, a causa de poder disponer de tanto, produce despilfarro, y este desperdicio provoca contaminación. Los plásticos se nos han atragantado. Literalmente. La naturaleza no es capaz de digerir lo artificial al ritmo que lo producimos: es el avance de un desafío general sobre la simbiosis que hay que procurar entre lo natural que nos ha legado la evolución y la evolución ensayando otro acelerado camino en nosotros (hacedores infatigables), y que llamamos artificial. Un reto de supervivencia para los humanos, que tenemos ya delante.

Ahora los monstruos marinos son otros. Pero igual de aterradores. Se han avistado al menos cinco gigantescas medusas, dos en el Atlántico, dos en el Pacífico y una en el Índico. Lo más impresionante es que se han generado como consecuencia de millones y millones de acciones personales en todo el planeta: el abandono de un objeto de plástico. Como nubes seminales flotando en las aguas, transportadas por las corrientes, han engendrado estos monstruos. Esta generación de lo inmenso a partir de lo pequeño e innumerable, el poder generador de fenómenos gigantescos a partir de millones de acciones individuales, se produce también en ese Panthalassa (ese mar inicial, envolvente, que es todos los mares) de la Red. Incontables acciones pequeñas, triviales, locales, se vierten en la Red, y unas corrientes poderosas las recogen y concentran para alimentar inmensas plataformas, tan acuosas y resbaladizas como las medusas.

Y además los plásticos se están haciendo invisibles al degradarse: microplásticos. Partículas mínimas, que penetran por todos los intersticios de la vida. Y despiertan el miedo ancestral del ser humano ante lo invisible, como los miasmas de la peste. Porque si nos ha producido temor y encogimiento el gigante, más, mucho más, la amenaza invisible para la que no hay muros. Hay nubes de partículas plásticas y nubes de ceros y unos en nuestra vida; ambas tan etéreas que no las percibimos. Tan penetrante la niebla digital que hablamos ya de internet de las cosas: los objetos de todo tipo y tamaño impregnados de ceros y unos. Y adheridas a las primeras viajan también, fuera de su nicho ecológico, microorganismos, como los virus en las ristras de ceros y unos.

No es extraño, por tanto, que nuevos miedos vibren hoy con las viejas cuerdas de los temores del ser humano frente a un mundo que no controla, antes por los caprichos de los dioses, hoy por las transformaciones aceleradas de la tecnología. Dioses amenazantes, pero a los que hay que rogar su protección. Artefactos incomprensibles, que quizá se vuelvan contra nosotros, pero de los que no podemos prescindir. Y si ante los dioses y sus designios hemos respondido movidos por la emoción de la culpabilidad, ante la tecnología dominadora no tiene que ser así, sino que hay que responder con nuestra inteligencia (capacidad de adaptación a lo nuevo), otro don de la evolución.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático Universidad Carlos III de Madrid

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

Fuente: El País