Podremos hacer frente al enorme problema de desigualdad, pobreza y falta de oportunidades que sufren muchas personas únicamente con medidas redistributivas? Es decir, sólo con nuevos impuestos sobre los muy ricos. ¿Conseguirán estos nuevos impuestos y derechos sociales, como la vivienda, corregir la desigualdad, sacar de la cuneta del paro y de la falta de ingresos a los hogares sin recursos, fomentar la emancipación de los jóvenes y recuperar el deterioro de las clases medias?

A mi juicio, no. Nuestro problema de desigualdad es de tal magnitud que la redistribución por sí sola no será suficiente para erradicarla. Necesitamos actuar también sobre las fuentes de la desigualdad y la pobreza. Sobre la pre-distribución. Pero antes de ver cuáles son, déjenme explicar mi escepticismo con la redistribución.

La redistribución fue un elemento fundamental del “contrato social” de postguerra. Mediante ese contrato, las izquierdas se comprometieron a aceptar, aunque fuese a regañadientes, el capitalismo regulado y competitivo como sistema para organizar la economía; las derechas, por su parte, se comprometieron a pagar impuestos y a apoyar la creación de un nuevo Estado social (o de bienestar) para hacer verdad dos viejas aspiraciones. Primera, el principio de igualdad de oportunidades. Con esa finalidad se crearon los sistemas públicos de educación y de sanidad. Segunda, erradicar la “pobreza de mayores”, que venía de la pérdida de ingresos laborales como consecuencia de dos circunstancias: de la pérdida de empleo derivada de crisis económicas y de la jubilación. Los seguros públicos de paro y de pensiones vinieron a dar cobertura, aunque fuese parcial, a esa pérdida de ingresos que abocaba a la pobreza.

Capitalismo de mercado y Estado social se reconciliaron durante los “Treinta Gloriosos”, las tres décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial. Empleos estables y salarios dignos, por un lado, e impuestos y programas sociales redistributivos, por otro, crearon una sociedad decente y asentaron una amplia clase media que promovió la extensión de la democracia.

Los españoles firmamos un contrato social de ese tipo en la segunda mitad de los setenta. Primero en los llamados “Acuerdos de la Moncloa”, de marzo de 1977. Y, al año siguiente, con la aprobación de la Constitución. Los gobiernos cristiano-demócratas y los socialistas pusieron las piezas de ese contrato. La democracia española es indisoluble del contrato social de la Transición.

Pero el pegamento de ese contrato comenzó a secarse en los años ochenta. Por un lado, conservadores y liberales empezaron a cuestionar su apoyo al principio de solidaridad del Estado social, deslegitimando el pago de impuestos y los gastos redistributivos. Por otro, el capitalismo de mercado mudó su piel; los salarios reales comenzaron a perder capacidad adquisitiva; las reformas del mercado de trabajo, más libertarias que liberales, promovieron el empleo temporal, la inseguridad y los bajos salarios. En esta etapa, los economistas sostenían que un aumento de la equidad distributiva perjudicaba la eficiencia de la economía.

Sorprendentemente, aunque con menores salarios reales, los hogares siguieron consumiendo. La razón fue que los gobiernos fomentaron el endeudamiento como sustituto de los bajos salarios. Hasta que el endeudamiento llegó a sus límites en 2008.

Hoy, con el conocimiento que viene de nuevos datos, los economistas sabemos dos cosas. Que equidad social y eficiencia económica no están en conflicto; al contrario, una sociedad más justa produce una economía más sana y sostenible. Es una nueva epifanía del saber económico. Vale más redistribuir que volver a fomentar el endeudamiento. Y, en segundo lugar, hemos descubierto que la desigualdad y la pobreza beben de tres fuentes. La primera es el mal reparto del excedente empresarial entre salarios, sueldos de directivos y dividendos. La segunda es el mal funcionamiento de los mercados para fijar los precios, respondiendo más a lógicas de monopolio que de competencia. Y la tercera es la mala gestión macroeconómica, que al prolongar innecesariamente las recesiones produce paro masivo de larga duración y pobreza estructural. En esas tres fuentes se produce la pre-distribución de la renta y la riqueza y, por tanto, la desigualdad y la pobreza.

Con la desigualdad, como con la enfermedad, es mejor prevenir que curar. Actuar antes de que aparezca. Como sucedió a principios del siglo pasado, en circunstancias que riman con las de hoy, eso significa que los próximos años serán tiempos de febril experimentación con ideas y políticas (fiscales, económicas y empresariales) radicales. Conviene volver a reconciliar capitalismo de mercado, progreso social y democracia.

Fuente: El País