En sólo quince días hemos pasado de la complacencia mostrada por las élites en Davos por la buena marcha de la economía mundial a un amago de pánico financiero provocado por el desplome el lunes pasado de la Bolsa de Nueva York.

Para muchos analistas este desplome responde a “correcciones técnicas” de mercados que estaban muy recalentados. Desde esta perspectiva, no estamos ante un colapso del tipo de 2007-2008. La señal vino de la caída de los precios de los bonos soberanos norteamericanos, que habían alcanzado su mayor nivel en una década. Paradójicamente, los precios y las rentabilidades de los bonos funcionan como los brazos de una balanza: cuando un brazo baja, el otro sube. Como la rentabilidad nominal es fija, pongamos un 1%, un bono de 1.000 dólares tiene una rentabilidad fija de 10 dólares. Pero si ahora su precio cae y se vende por 500 dólares la rentabilidad real sube al 2% (10 dividido por 500 y multiplicado por 100). En términos coloquiales, cuando más pierde el vendedor, más gana el comprador. Dado el papel central que tienen los bonos soberanos en el cálculo del coste de capital de todas las demás inversiones, al subir su rentabilidad aumenta la apetencia por los bonos y se corrigen a la baja los precios de los demás activos, tanto los bursátiles como los demás mercados.

Sin duda, esta es una parte de la historia, pero hay algo más. Es la complacencia de las élites financieras y corporativas con dos situaciones que hacen que el capitalismo acentúe sus rasgo maníaco-depresivo y puedan provocar una nueva gran crisis.

Una es la complacencia con el escenario macroeconómico de bajo riesgo creado por la políticas de los bancos centrales desde 2008. Las inyecciones masivas de crédito y los bajos tipos de interés han logrado evitar una gran depresión al estilo de los años treinta, pero, a cambio, han anestesiado el sentido de riesgo de los inversores.

La otra es la complacencia con la desigualdad. Las élites que se reunieron en Davos saben que aunque las economías estén bien, algo va mal; mejor dicho, que muchas cosas van mal: la desigualdad, la pobreza, el descontento social, el populismo. De ahí que su complacencia venga acompañada de angustia y miedo.

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Esta doble complacencia ha vuelto a dar al capitalismo su perfil maníaco-depresivo característico, como hace cien años. Un perfil acentuado por el hecho de que la falta de ingresos está llevando, de nuevo, a los hogares a endeudarse.

¿Qué respuestas de política económica hay a este nuevo capitalismo bipolar? Veo tres.

La primera es el proteccionismo comercial y el nacionalismo económico. Es el “América First” que con tanto acierto político ha sabido formular Donald Trump. Es también la fórmula que propone la derecha en muchos países. Ofrece seguridad a los más débiles, pero es una seguridad efímera. Dañará el orden económico mundial y llevará a guerras comerciales y de divisas. Y quizá a otras guerras. La historia nos enseña que este tipo de respuestas se relacionan de forma patológica con el futuro.

La segunda opción es una nueva oleada de políticas redistributivas, como la que tuvo lugar a la salida de la Segunda Guerra Mundial. Es la que propone la izquierda. Dada la dimensión alcanzada por los sectores públicos de los países desarrollados, se me hace difícil imaginar una oleada redistributiva similar. Además es previsible que daría lugar a conflictos políticos importantes. Pero hay margen de mejora, tanto para un cierto crecimiento impositivo y de gasto social como, especialmente, para una mejora de la eficiencia redistributiva de los actuales programas redistributivos.

Hay una tercera vía intermedia y más progresista. Consiste en hacer que la economía funcione en beneficio del bien común. Mediante dos palancas. La primera sería una política de control del ciclo económico, especialmente si se instrumentaliza a través una política de empleo capaz de dar estabilidad e ingresos a las amplias capas trabajadoras. La segunda palanca sería una nueva política contra monopolios, cárteles y negocios concesionales que detraen renta disponible de los hogares más pobres, haciéndoles pagar precios superiores a los de competencia. Ambas palancas estabilizarían la demanda agregada y harían más estable y competitivo al capitalismo.

Una estrategia de este tipo evitaría el riesgo de que el actual capitalismo maniaco-depresivo nos lleve, de nuevo, a un evento de pánico como el de 2007 y a la barbarie que suele traer aparejada. Pero mi optimismo es escéptico, porque la complacencia es una inclinación humana muy arraigada.

Fuente: El País