Turquía rompió todas las expectativas de crecimiento durante el año pasado. Sembrada de incertidumbre política, enfrentada a sus antiguos aliados occidentales y cada vez más involucrada en los conflictos de su vecindario, las instituciones internacionales no esperaban un incremento del producto interior bruto (PIB) turco por encima del 5,5%. Pero los resultados de los nueve primeros meses del año arrojan una cifra mucho mayor: una subida del 7,4%. Y dan alas a previsiones alcistas para 2018. “Esperamos una gran demanda interna y externa durante el próximo año”, dijo el viceprimer ministro y zar económico del Ejecutivo turco, Mehmet Simsek, antes de cerrar el ejercicio de 2017. Claro que, como todo, estos números tienen truco.
“Se estima que el crecimiento de la economía superó el 6% en 2017, gracias al estímulo fiscal y a la recuperación del mercado de exportaciones. Las proyecciones indican que en 2018 y 2019 el crecimiento se ralentizará, pero estará entre el 4,5% y el 5%”, sostenía la OCDE en sus últimas previsiones sobre Turquía, a finales de noviembre. Fue tras conocerse que en el tercer trimestre el PIB turco aumentó un 11,1%, el mayor crecimiento registrado entre los países del G 20. Son cifras para sacar pecho, tal y como ha hecho el Ejecutivo turco, si bien esconde que ese abultado número se compara con el mismo periodo del año anterior, durante el que se produjo un intento de golpe de Estado seguido de cuantiosas purgas en la Administración y la confiscación de empresas, lo que llevó a una pasajera contracción económica. Con todo, a grandes rasgos “la economía está yendo bien y los datos son prometedores para 2018”, asegura el analista Ozan Sakar.
Si la economía es siempre política, el aforismo resulta aún más cierto para Turquía. “El impulsor del crecimiento económico está siendo el Estado. El Gobierno turco está tomando un papel cada vez mayor en la economía”, dice Sakar. Como en otros aspectos de la política, también en el caso de la actividad económica “está habiendo una centralización de la actividad en manos del Gobierno”. “El sector privado está muy endeudado, si bien no hay casi problemas de impagos. En cambio, la ratio de deuda pública es baja (28%), así que el Ejecutivo tiene espacio para actuar”, apunta el economista.
Uno de los sectores donde se nota el efecto es en las infraestructuras. Numerosos megaproyectos están tomando forma gracias a la colaboración público-privada. Por ejemplo, el puente Yavuz Sultan Selim sobre el Bósforo, construido por la turca Içtas y la italiana Ansaldi. O el tercer aeropuerto de Estambul, que está siendo edificado por un consorcio de constructoras cercanas al presidente Recep Tayyip Erdogan. Es un proyecto de unos 10.000 millones de euros al que el Gobierno ha dado estatus geopolítico, pues pretende convertirlo en un hub que sirva de conexión entre Europa, Asia y África (dando un papel primordial a Turkish Airlines, aerolínea mitad pública que ha expandido sus vuelos y patrocinios por los cinco continentes siguiendo directrices del Ejecutivo). O el mastodóntico Kanal Istanbul, un Bósforo artificial que el pasado diciembre vio su recorrido confirmado pese a las críticas de los ecologistas y que, cuando esté terminado, “rivalizará con los canales de Suez y Panamá”, según dijo el presidente.
El intento de golpe de Estado produjo una contracción económica que enmascara los datos
Erdogan, en el poder desde 2002, se enfrentará en 2019 —o antes si hay adelanto electoral— a una serie de citas con las urnas cruciales para consolidar su proyecto político: una república presidencialista de tintes cada vez más conservadores. Y para ello necesita que el bolsillo de la población del país, situado en una de las zonas más inestables del planeta, no se resienta. “Busca una cifra bonita de crecimiento, y el resto de indicadores le importan bastante menos”, opina una fuente involucrada en negocios de inversión.
“En 2016 tuvimos un crecimiento bajo (un 3,3%), lo que llevó a un incremento del desempleo porque en Turquía estas cifras no logran reducir el paro. Al AKP [partido gubernamental] le entró el pánico, pues en abril de 2017 se llevaría a cabo un crucial referéndum sobre el régimen presidencial [venció la opción defendida por Erdogan por un estrechísimo margen]. Así que la estricta política fiscal se relajó: subsidios, expansión crediticia y gasto público”, relata Seyfettin Gürsel, director del Centro de Estudios Económicos y Sociales de la Universidad Bahçesehir (Betam): “Los resultados esperados llegaron, se aceleró el crecimiento y se redujo el paro”.
Créditos fáciles
Fue a costa de sacar la artillería pesada. El Gobierno dotó en 2017 a su Fondo de Garantía Crediticia con 200.000 millones de liras (unos 43.000 millones de euros) que han servido de inyección de liquidez a la economía. Las compañías turcas —especialmente pymes (el 75% de usuarios de este fondo lo son)— obtienen con ello un respaldo para solicitar préstamos bancarios, ya que el Estado avala todo el crédito. “Muchas empresas han hecho inversiones gracias a este sistema en nuevos equipos, expansión de operaciones, contratación”, explica Sakar. De hecho, a finales de año se registró el primer incremento en compra en maquinaria de los últimos dos años, se disparó el consumo de los hogares (artífice de más de la mitad del crecimiento) y aumentó también la inversión privada. Tan bien le ha funcionado que el Gobierno prevé añadir este año otros 50.000 millones de liras y continuar con las subvenciones.
El otro instrumento público del Ejecutivo es el Fondo de Riqueza Nacional (TWF), nacido tras el intento de golpe de Estado de 2016 entre fuertes críticas ya que, según sus estatutos, escapa al control del Tribunal de Cuentas. En él, el Gobierno ha incluido sus acciones en diferentes compañías, incluido el banco público Ziraat, la aerolínea Turkish Airlines o la Bolsa de Estambul, hasta formar un gigantesco fondo soberano de 200.000 millones de dólares que busca rentabilizar sus activos e incrementar los dividendos al Estado. En octubre, según la agencia Bloomberg, el fondo comenzó a dar señales de vida al solicitar créditos en China y Oriente Medio con los que poner a funcionar sus activos y revalorizarlos.
Los analistas creen que el Gobierno está tomando un papel cada vez mayor en la economía
Pero por encima de este crecimiento flotan nubes negras. “No se ve el optimismo que correspondería a tal progreso. Hay falta de credibilidad porque falta proyecto, se dan bandazos, se promete una cosa a los inversores y luego se hace otra”, lamenta la fuente involucrada en negocios de inversión extranjera: “Yo no me termino de creer las cifras que dan, y eso es grave, porque hasta ahora siempre las había creído”. A finales de 2016, el Instituto de Estadística de Turquía inauguró un nuevo sistema de cálculo del PIB, en línea con la Unión Europea, pero que otorga más peso a la construcción, uno de los sectores clave en el reciente boom económico turco.
Además, el crecimiento actual “no está creando todo el empleo que correspondería a cifras tan altas”, cree Sakar. El desempleo se ha reducido del 12% registrado a finales de 2016 al 10,3% de octubre del pasado año, pero la mayor parte de trabajos creados responden a puestos incentivados por el Estado con bonus a la contratación. Y la alta tasa de inflación (13%) “está repercutiendo en la capacidad adquisitiva de la gente corriente”, añade el economista.
“La otra cara de esta política expansionista es que ha incrementado el déficit presupuestario del 1,2% al 3%, con lo que las autoridades han consumido el espacio que tenían de gasto público. Ahora, por un lado se defiende un retorno a la disciplina fiscal en el discurso público, pero por otro lado vemos que el AKP renovará su política de subsidios pues no puede correr el riesgo de que un parón en el crecimiento incremente el desempleo antes de las cruciales elecciones que habrá en 2019, primero locales, luego generales y presidenciales”, considera Gürsel: “Relajar la política fiscal durante más de un año es arriesgado, pues un déficit presupuestario elevado podría llevar a otros desequilibrios y minar el crecimiento económico. Personalmente, creo que, en estas circunstancias, el AKP podría optar por adelantar las elecciones a este año para poder acortar su política de subvenciones”. Un adelanto electoral, por otro lado, aumentaría la incertidumbre, pues en año de urnas, en Turquía, todas las decisiones económicas se toman pensando a cortísimo plazo.
En el sector financiero también existe cierto temor, derivado de un proceso judicial en EE UU en el que un directivo del banco público turco Halkbank ha sido declarado culpable de haber participado en un esquema para violar las sanciones impuestas a Irán por su programa nuclear. Se da por descontado que, a raíz de este escándalo, Halkbank —desde hace un año excluido del circuito internacional— deberá pagar una abultada multa. El viceprimer ministro Simsek, al que los inversores extranjeros consideran la voz de la cordura dentro del gabinete gubernamental, ya ha dado señales de que Turquía pagará siempre y cuando la multa sea “razonable”, pero, dado el enfrentamiento político que viven Washington y Ankara por diversas cuestiones, no se descarta que Erdogan se declare en rebeldía y se niegue a pagar o imponga a EE UU sanciones equivalentes, con lo que ello conllevaría para la reputación del país euroasiático. “No creo que llegue la sangre al río, porque eso podría dañar el sistema financiero al completo y hay numerosos intereses occidentales en la banca turca”, señala una fuente financiera, citando la presencia de BBVA, BNP-Paribas, Unicredit y otras importantes firmas en Turquía. Pero añade que Ankara debería darse cuenta de que su “imagen política exterior es importante”, especialmente para recuperar el grado de inversión: “Las agencias crediticias son las que son, están donde están y apoyan a quien apoyan”. Hace un año, S&P, Moody’s y, finalmente, Fitch redujeron la calificación crediticia de Turquía al grado especulativo debido a los vaivenes políticos y, según esta fuente, la incendiaria retórica antioccidental de Erdogan contribuye poco a que la perspectiva mejore.
En una reciente entrevista con la prensa turca, el presidente del Banco Europeo de Reconstrucción y Desarrollo (BERD), Suma Chakrabarti, valoró positivamente las oportunidades que ofrece la economía turca, recordando que en los últimos tres años su organismo ha invertido 5.400 millones de euros en el país: “Quiero usar el BERD para atraer más inversiones a Turquía, pero primero [los inversores extranjeros] tienen que ver que la situación política se estabiliza”. Desde luego, poco ayudan las denuncias del creciente autoritarismo y falta de independencia judicial. Por ejemplo, el que recientemente dos juzgados de primera instancia ignorasen las directrices del Tribunal Constitucional y se negasen a excarcelar a dos periodistas detenidos por su oposición al presidente turco.
De parecido modo se expresó la principal patronal turca, TÜSIAD, urgiendo a “restaurar el orden democrático” y a poner fin “lo antes posible” al estado de emergencia que lleva vigente desde hace año y medio y que el Ejecutivo utiliza para gobernar por decreto. “Los años en que Turquía se hallaba en camino de convertirse en miembro de la UE fueron aquellos en que el país disfrutó de un sistema judicial más independiente y neutral, mayor libertad de expresión y pensamiento. Durante aquellos años, Turquía alcanzó niveles récord de crecimiento y de inversión extranjera directa”, recordó el empresario Tuncay Özilhan, presidente del consejo asesor de TÜSIAD.
Desde ISPAT, la agencia gubernamental para la promoción de las inversiones, quitan hierro a estos asuntos y afirman que el capital extranjero no se ha visto afectado por el estado de emergencia, a excepción de una empresa española que tenía un negocio de explosivos a medias con empresarios ligados a Fethullah Gülen, líder de una cofradía islámica y al que se acusa de orquestar el golpe de Estado de 2016. “Era una cuestión delicada por el sector al que se dedica, pero ya está solucionado”, afirman fuentes de ISPAT. En un reciente encuentro con la prensa extranjera, directivos de dicha agencia admitieron que a Ankara le está costando recuperar la confianza de pequeñas y medianas empresas europeas para que regresen a Turquía, pero, en cambio, señalan las prometedoras cifras de inversión de grandes compañías. Según datos de Ernst & Young, 2017 se cerró con 251 fusiones y adquisiciones de firmas turcas por capital extranjero que, en total, sumaron 10.000 millones de dólares. Aunque, reconoce ISPAT, esta cifra está todavía “por debajo del potencial” del país euroasiático.
El economista Sakar mantiene que hay un cambio de tendencia en las inversiones en Turquía. Si hasta 2014 la mayoría de empresas extranjeras ponían su dinero en planes a largo plazo, “ahora este tipo de inversiones se está reduciendo y lo que vemos es dinero caliente (hot money) atraído por las rentabilidades a corto plazo”. No en vano la Bolsa de Estambul fue una de las más rentables del mundo en 2017, y el 65% de su flujo monetario es de origen extranjero. Incluso un simple depósito bancario en liras turcas ofrece rentabilidades de hasta el 14% anual.
Dada la situación actual, no parece que la tendencia vaya a revertirse. Turquía acaba de involucrarse en una nueva intervención militar en Siria de dudoso fin (lanzada en parte para impulsar el sentimiento nacionalista, una vez más con la vista puesta en las elecciones) y dentro del país los conflictos políticos no se aplacan.
Fuente: El País