Hace 15 años que apareció el primer espacio de cotrabajo. Un concepto de producción social que hasta entonces era inédito e inadvertidamente ha logrado hacerse un hueco en nuestro imaginario colectivo. De modo que cuando paseamos por la ciudad y nos topamos con uno, a simple vista nos parece una posibilidad de organización moderna, y al mismo tiempo sucede que la sentimos tan familiar que es como si hubiera estado ahí casi desde el principio.

Los espacios de cotrabajo tuvieron una función concreta en su génesis: dotar a profesionales por cuenta propia de los recursos que no podían encontrar ni en sus casas ni en bibliotecas públicas ni en cafeterías. Después, aquellas necesidades sencillas se fueron volviendo complejas gracias a emprendedores que desde esos lugares querían impulsar negocios cada vez más ambiciosos.

El éxito que obtuvieron muchos de ellos llamó la atención de las grandes empresas que en un inicio los replicaron para emplazar en ellos a equipos dedicados a proyectos puntuales o estacionarios. Sin embargo, enseguida cayeron en la cuenta de que podían ser aprovechados para ejecutar tareas más sofisticadas y estratégicas encomendadas a sus equipos de innovación, que de esa manera podían trabajar alejados del corsé que impone una cultura corporativa, beneficiándose, al menos a priori, de mayores libertades para explorar y tomar decisiones que impliquen riesgos más elevados a los habituales, desafiando las creencias predominantes y la jerarquía de los roles y procesos.

En el transcurso en el que aconteció la difusión de esta tipología espacial en el terreno empresarial, también comenzó a difundirse literatura científica que avalaba que la diversidad de profesionales que los estaban usando, en general, terminaban por experimentar con mayor asiduidad que el promedio la compartición de conocimientos, valores éticos y conductas de crecimiento personal. Las conclusiones indicaron una causalidad derivada de la naturaleza y propósito del espacio en el que realizaban las tareas puesto que, por acción directa o indirecta de él, había una mayor presencia de energía, orientación al aprendizaje, sentido de pertenencia al grupo y un uso productivo de la flexibilidad. Al albur de las transformaciones tecnológicas y el sublime digital, cobró sentido la posibilidad de repensar los espacios de trabajo como un trampolín o acelerador para propiciar un giro sobre las identidades de los empleados y la propia cultura de las organizaciones tradicionales.

No parece realista considerar que este giro pueda culminarse solamente mediante un empujón espacial. Demanda más elementos para atornillar una nueva concepción del espacio con un salto cualitativo en la mentalidad inherente. ¿Cómo se procede a su enroscamiento? Es una constante histórica que cuando la economía y los mercados pasan por ciclos de recesión, resulte casi imposible superar el escalón cognitivo que concentra todos los esfuerzos de una organización en conservar o intentar salvar el estado de lo que hay, razón por la que, intelectual y culturalmente, llevar la mirada atenta al análisis de situaciones de carácter social y emocional que causan o debilitan el crecimiento y bienestar del talento con el que se cuenta, tiende a ser confinada o restringida durante un tiempo como una prioridad secundaria. Asumiendo la polémica inevitabilidad de este tipo de interrupciones coyunturales, lo cierto es que la robustez de una variedad de estudios de psicología social y antropología en esta década aplicados a la esfera empresarial, clarifican dos asunciones que atenúan lo anterior y que conectaré después con la estructura de lo espacial:

Primera asunción, es en el intervalo del largo plazo cuando los empleados que se autoanalizan como felices producen más que los infelices; y bajo ese prisma son también los que menos faltan al trabajo, abandonan la empresa y están más dispuestos para ir más allá de sus obligaciones funcionales a la hora de aportar valor o de atraer recursos que beneficien a la compañía. Conductualmente no son velocistas sino corredores de maratón (conciben su vida como una curva por adición que se desplaza hacia el futuro).

Segunda asunción, en concordancia con los estudios desarrollados por Ross School of Business Center for Positive Organizational Scholarship, el sesgo hacia al optimismo, la sensación de seguridad y la idea de estar en una cierta plenitud son estados subjetivos experimentados por los profesionales con mayor intensidad y recurrencia cuando piensan colectivamente en términos de “prosperidad”.

Este último significante adquiere un valor trascendente si una cultura corporativa lo llena con los significados adecuados. Si atendemos a la genealogía ética que recorre en la cultura hebrea y griega, la noción de prosperidad cobra un dimensionamiento enriquecido que la permite distanciarse de la obviedad que la ha consignado popularmente como el disfrute del éxito material. El enriquecimiento al que me refiero es el resultado de cruzarla con otros aspectos de la subjetividad psíquica y la voluntad del entendimiento.

En consecuencia, la prosperidad habría que concebirla como el acto de empujar algo hacia delante, tener la certeza de que la perseverancia trae frutos, y adquirir la conciencia de que el uso de la inteligencia y el esfuerzo que hacemos por perfeccionarla, en oposición a la apatía y la ignorancia, son los factores que nos aproximan a la verdad de lo que nos hace gozar.

Un grupo de personas que comparte la creencia de que estando juntas pueden prosperar de manera proporcional, automáticamente se transforma en un equipo productivo, creativo y consiguientemente satisfecho, dado que creen en la posibilidad de un futuro prometedor. Las ventajas de un grupo social que posee tal cohesión consisten, primero, en disponer de mayor cantidad de energía (por lo tanto, se agotan más lentamente tanto como se sobreponen con mayor versatilidad ante las dificultades, obstáculos y contratiempos).

Segundo, ese surplus energético logra ser un recurso sostenible, que se retroalimenta, hinchándose hasta el umbral de lo que entendemos por vitalidad (tener vida y ganas de vivir) siempre y cuando se afiance junto a otra creencia: el grupo sabe que lo que hacen marca la diferencia para garantizar el crecimiento de la empresa.

Tercero, no hay cese en el hambre por adquirir nuevos conocimientos, puesto que los perfiles detectan que hay una correlación entre el crecimiento de su potencial y el grado de prosperidad que obtendrán. El concierto entre vitalidad y capacidad de aprendizaje es justamente a lo que la transformación de los espacios de trabajo podría ayudar, es decir, ser uno de los desencadenantes para encender la primera chispa, alborotarla e igualmente resguardarla de las tormentas por venir (con esta lógica el enroscamiento entre espacio y mentalidad se cierra).

En 2012 se lanzó el Coworking Manifesto, firmado ya por más de 1.700 empresas de cotrabajo de todo el mundo. En él quedan listados unos factores culturales asociados al espacio que deben curarse para que la esencia que descubrieron sus pioneros se mantenga pura: dar más peso a la colaboración que a la competencia, fomentar la participación por delante de la observación, construir lazos auténticos de amistad y no solo exigir buena educación, buscar el desafío de aprender lo que no se sabe en vez de repetir lo que ya se domina, y cultivar los sentimientos morales para guiar las decisiones, etcétera.

¿La concepción y diseño de un espacio de trabajo que asume tal filosofía realmente puede producir con predilección esos fenómenos y conductas entre sus integrantes? Es un paradigma que los análisis empíricos van a seguir poniendo a prueba (a tenor de la implantación de las nuevas plataformas y herramientas digitales preparadas para facilitar el trabajo deslocalizado y la flexibilidad) pero lo cierto es que en su concepción existe un propósito claro, directo y nada ambiguo: el fomento de la creatividad y la innovación, así como aportar la esperanza de que se materializarán los deseos de prosperidad de las personas que trabajen y aprendan en sus confines, los cuales discurren integrados en los parámetros de la nueva economía mundial.

El célebre aforismo convertido en tautológico el medio es el mensaje implica que, en términos de ecología, hombre y máquina, organización social y avances tecnológicos, no se determinan ni vertical ni unilateralmente; por tanto, ninguno de ellos quedaría situado por encima del otro, sino que todos se conjugan, contradicen y extienden sensorial y materialmente. Aquel eslogan que fabricó Marshall McLuhan despliega el deseo ingenuo y excepcional de la mente humana por expresarse por todos los medios a su alcance, quedando esta simultáneamente atravesada por las tecnologías y los ecosistemas sociales que utiliza en cada instante.

La dimensión espacial forma parte de ese atravesamiento cognitivo y emocional. No podemos ignorar que la construcción del espacio que nos rodea y en el que desarrollamos nuestro devenir profesional tiene el poder de mover el corazón y la conciencia del zoon politikón aristotélico. La cuestión crítica es saber dirigir el espacio hacia la producción del ideal de homonoia: la meta es alcanzar la unidad en el pensar y sentir de una comunidad o, dicho con otras palabras, que el espacio (como deslizamiento de la Polis en el espíritu de una organización empresarial) facilite el resurgimiento de una cultura y de su modelo de negocio.

Fuente: El País