Es como si estuviéramos sentados en una sala de cine sin pantalla: un haz de luz, cargado de imágenes, pasa por encima de nuestras cabezas, pero se pierde en la oscuridad sin fondo al no encontrar la pantalla que lo retenga.

El planeta es el proyector que envía las imágenes, en esta sala cósmica sin muros y sin pantalla; y nosotros, partículas mínimas, vibraciones, viajando a la velocidad de la luz. Todo lo que sucede sobre la superficie de la Tierra se proyecta sin fin en este cinematógrafo sin pantalla.

El invento sería conseguir el efecto pantalla. De ser así, tendríamos el registro infinito de la historia de la Tierra, que podríamos materializar en una inconcebible bobina de celuloide.

Para completar el invento solo faltan unas tijeras, porque necesitamos hacer memoria de lo que conseguimos registrar. Es la forma de evitar el síndrome de Funes el memorioso: no olvidaba nada —según nos cuenta Borges—, de manera que podía recordar todo lo que había vivido cualquier día…, pero tal era la precisión, que necesitaba otro día entero para contártelo. Así que hay que utilizar la tijera sobre el rollo de película, para dejar solo unos fotogramas, cuya secuencia narre lo sucedido. Sin olvido no hay memoria. Y la memoria es una contracción, hasta un confinamiento minúsculo, del espacio y del tiempo.

El invento se ha realizado ya. Hemos encontrado la forma de construir esa pantalla. Es la Red, como tela finísima, pero tupida, que envuelve la Tierra e impide la disipación de lo que sucede sobre ella. Una pantalla planetaria y esférica.

El espectáculo que se nos ofrece es magnífico. Si el cinematógrafo dejó extasiados a nuestros antepasados por la capacidad de ver todo un mundo hasta entonces inalcanzable desde la estrecha cotidianidad, ahora esta pantalla envolvente y planetaria de la Red nos fascina hasta la turbación. ¿Qué hacer ante tanto que ver? ¿Adónde mirar? Porque en donde fijemos la atención encontraremos tantos detalles que nos abrumarán. Se necesita también hacer memoria, es decir, metabolizar la información.

Es una tarea ímproba, pero no extraña ni nueva. Porque somos humanos y hemos llegado hasta aquí por la capacidad de hacer memoria (no solo artefactos). Esto significa que no somos Ireneo Funes y, por tanto, que sabemos contar lo vivido durante un día en unos minutos. Todos somos narradores, y el entrecruzamiento incesante de relatos teje la cultura. Si necesitáramos el mismo tiempo y esfuerzo para transmitir a los otros la experiencia propia que el invertido para alcanzarla, no habría cultura. Lo fabuloso es esa contracción que hace eficaz la transmisión, pues si te ha costado un día, o una vida, elaborar este conocimiento, lo transmites, no obstante, a los otros en un tiempo mucho más breve y, por consiguiente, queda en ellos tiempo para otros esfuerzos, otras búsquedas, otras experiencias, otras vidas.

La abstracción y la elipsis hacen posible la narración, y el resultado es una poderosa contracción del espacio y del tiempo. Con la abstracción conseguimos no enredarnos hasta el extravío en un mundo lleno de cosas singulares, irrepetibles, que exigen una descripción particular para cada una de ellas. Y con nuestra capacidad para la elipsis contraemos el tiempo, pues, como hábiles constructores de puentes, conseguimos un continuo mediante una sucesión de arcos, a pesar de que hay en ellos más vacío —ausencia— que piedra.

La Red necesita también esta contracción. Y la hacen —con su capacidad innata para metabolizar la información— millones de cerebros conectados a ella; los algoritmos “inyectados” en los capilares de la Red, realizando así poderosas actividades propias de nuestros cerebros; los robots, trabajadores infatigables, en todos los lugares y condiciones, amplificando tareas inteligentes que les hemos transferido y aportando sus resultados a la Red. De esta manera intervenimos para que la pantalla planetaria y envolvente se vaya contrayendo hasta hacerse comprensible, abarcable como la «pequeña esfera tornasolada» del Aleph de Borges.

Antonio Rodríguez de las Heras es catedrático de la Universidad Carlos III de Madrid

La vida en digital es un escenario imaginado que sirva para la reflexión, no es una predicción. Por él se mueven los alefitas, seres protéticos, en conexión continua con el Aleph digital, pues la Red es una fenomenal contracción del espacio y del tiempo, como el Aleph borgiano, y no una malla.

Fuente: El País