Algo de razón tenía aquel ingeniero de Google. James Damore organizó una buena el pasado mes de julio cuando escribió un manifiesto en el que protestaba contra las políticas de igualdad de la compañía y sostenía que a las mujeres les iba peor, entre otras cosas, porque les cuesta pedir un aumento de sueldo, sufren cuando deben ejercer de líder y rehúyen el enfrentamiento. Añadía que, por el contrario, los hombres sienten un mayor apetito por el dinero, ambición por los ascensos y comodidad ante la confrontación. Al margen de las valoraciones de Damore, es difícil hablar abierta y francamente con alguien que haya dirigido un equipo de trabajo y no haya percibido la diferencia: en general, salvo excepciones, ellas reclaman menos y se conforman más. Pregunten por ahí.

Algunos estudios corroboran la percepción. Uno citado por la Harvard Business Review en 2014 revelaba que mientras la mitad de los hombres titulados con un máster en dirección de empresas (el famoso MBA) había negociado sus ofertas de trabajo, entre las mujeres solo lo había hecho una octava parte. No era rompedor, coincidía con investigaciones parecidas. La cuestión es el porqué.

Aquel informe destacaba el miedo de las candidatas a discutir el salario o categoría en la entrevista de trabajo por si eso les penalizaba a la hora de lograr el puesto. El temor está fundado: otro trabajo refleja que el llamado “coste social” de la negociación, por el cual un empleador puede descartar a alguien, es irrelevante para los hombres, pero significativo para las mujeres.

Hay muy poco de biológico en la diferencia de actitud, ese era uno de los problemas del manifiesto del empleado de Google. Las trabajadoras no piden menos -ya sea salario, estatus o simplemente, la razón- porque son seres especiales, sino porque sienten que hacerlo les va a pasar factura. Más que temor, es una certeza.

En 2003, los profesores Frank Flynn y Cameron Anderson realizaron un experimento revelador: escogieron el caso de una mujer real, llamada Heidi Roizen, que se había convertido en una importante inversora de capital riesgo en el mundo de la tecnología, y dieron a leer su historial a dos grupos de estudiantes de Harvard por separado. La diferencia es que, para uno de ellos, ese perfil tendría un nombre masculino, Howard. Ambos grupos -mixtos- calificaron como igual de competentes a Heidi y Howard, pero el hombre ficticio fue considerado un compañero más atractivo. Heidi, sin embargo, fue vista por el grupo que la estudió como una persona “egoísta”, a quien “no querrías contratar”. Heidi y Howard eran idénticos, su única diferencia era el sexo.

El caso muestra, por una parte, los recelos que genera una mujer exitosa y, por otra, que ese doble rasero lo emplea la sociedad en general, hombres y mujeres, de forma consciente o inconsciente. Muchas veces, para negar la cultura sexista detrás de algunas situaciones u opiniones sobre alguien, se esgrime el hecho de que hay mujeres que piensan lo mismo, como si ellas fueran inmunes a los prejuicios culturales, se hubiesen educado en familias distintas, viendo un cine distinto y escuchando charlas de pasillo diferentes.

El experimento lo cita Sheryl Sandberg, la directora de operaciones de Facebook, en su libro Lean in (editado en España como Vayamos adelante) sobre el liderazgo de las mujeres. “Creo que este sesgo es el motivo por el que muchas mujeres se quedan atrás, el motivo también por el muchas mujeres prefieren quedarse atrás”, afirma. En una entrevista con este diario, hace unos años, la profesora de Comercio Carme García Ribas, autora de libros como Miedo a ser o El síndrome de Mari Pili, hizo esta reflexión: “El hombre siente miedo al fracaso y la mujer, al rechazo. Él teme no ser alguien y ella teme serlo”.

El libro de Sandberg está plagado ejemplos en los que se habla de este freno femenino, a la hora de tomar la palabra en una reunión o de reivindicar un mérito. Y muchos periodistas pueden contar que, por ejemplo, las académicas son más propensas que los académicos a no sentirse lo suficientemente preparadas para opinar sobre una materia.

Ese paso atrás que aún dan muchas mujeres constituye una reacción preventiva tan interiorizada como la de retirar la mano del agua ardiendo. Tiene poco que ver con la vocación natural. Abundan los informes en los que se muestra que a ellas se las juzga con más dureza. Uno de McKinsey de 2011 concluía que mientras a los hombres se les ascendía sobre todo por su potencial, a las mujeres se les promocionaba basándose en sus logros del pasado.

Al ingeniero de Google lo despidieron porque a algunos eso de usar argumentos biológicos para juzgar la capacidad profesional de un colectivo les suena bárbaro en 2017. Hay quien denunció que la libertad de expresión está en peligro por culpa de los escuadrones de la corrección política. Si el joven James Damore hubiese hecho valoraciones similares sobre trabajadores judíos o negros, la gravedad estaría más clara. Pero con las mujeres nunca es tan obvio, la inclusión del principio de no discriminación por razón de sexo dentro de la ley de Derechos Civiles de 1964 se tuvo que pelear hasta el último momento.

Es habitual leer u oír comentarios sobre que a las mujeres les importan menos el dinero y los ascensos, que rehuyen el protagonismo, pero se oye menos sobre los motivos. Hay quien incluso lo usa como una bandera presuntamente feminista, la que apela a una especie de cualidad servicial y cuidadora esencialmente femenina y habla de forma chocante de feminizar cosas. Eso supone, a la postre, darle la razón a aquel chico de Google, cuando lo que pasa es que a las mujeres les han enseñado que calladas están más guapas.

Fuente: El País